Mirada de mayor

Columna de Francisco Montoro

Mi prima Amalia dice con frecuencia que la mejor edad de la vida es la de hijo. Cuando se es padre, abundan las ocupaciones, las preocupaciones, los miedos por la prole, las atenciones a los mayores de la familia, las miradas a la economía, las ocupaciones profesionales, las dificultades del día a día, la mirada a la política, al paso de los tiempos... Y de abuelo, o abuela, se tienen muchos miedos porque se reconocen los peligros de la vida, se temen a los que pueden acechar a los indefensos de la familia... De hermano mayor te ves en el rol inevitable de tener que proteger, cuidar, defender, acompañar, suplir, a los pequeños, a los menores... A veces, casi siempre, toda una lata.

Por eso, según mi prima, la mejor edad de la vida es la de hijo. Tus padres te protegen, tus abuelos te miman, tus hermanos mayores te cuidan... Nunca estás solo, ni abandonado, ni te sientes falto de fuerza, de ánimos, de atenciones, de impulsos, de calor familiar... Ser hijo es la atapa vital más rica y bendecida, la más deseada con los años, la más potente y crecedora de cuantas recorremos a lo largo de nuestro paseo existencial.

La vida, como decía mi abuela -que era sabia como todas las abuelas-, es aquello que acontece mientras estamos haciendo planes. Sabia conclusión, sabia observación y sabia advertencia para cuando se nos va el santo al cielo y olvidamos que tenemos que fructificar, ser útiles, responder a las razones por las que estamos en el mundo. 

Don Jesús Flores, un médico amigo, que en mi generación conocimos la mayoría de los veleños, me decía de muchacho que “la juventud es una enfermedad que se cura con los años...”. Me daba coraje oírlo, no me gustaba, era como un demérito al que no quería sentirme atado. Ser joven no es malo, me repetía a mí mismo insistentemente; y, muy por el contrario, todo mayor, me decía, sueña con la eterna juventud, con las mieles de los años mozos...

Cada vez entiendo más y mejor a mis ma­yores. Poco a poco he ido descubrien­do, conociendo y aceptando que ser ma­yor no es una enfermedad, pero sí resulta ser una edad en la que abundan la enfermedades. Es ley de vida. Y bajo la perspectiva de las enfermedades, el mundo se ve de una  manera poco optimista.

Ser mayor es sentirte responsable de acertar en tus decisiones, de aconsejar a los demás como si fuese una obligación de primer nivel. Ser mayor es un estadío en el que hay que mostrar siempre responsabilidad, ecuanimidad, decisión, propuestas, soluciones, etc., etc. Ser mayor es una alternativa a las libertades juveniles, a la rienda suelta a los impulsos espontáneos, al sentirse innovador, emprendedor...  

Y no digamos la tercera edad, que es como ahora se le llama a la vejez. “La vejez es muy fea”, expresión que oí múltiples veces a mis mayores y nunca valoré hasta que se produjo la cercanía del hecho en primera persona. La vejez es muy fea. Efectivamente. Ves cómo se te aproxima inexorablemente la soledad, el dolor, la incomprensión de los jóvenes y de los no tan jóvenes, muchos adios, poco horizonte, estaciones término... Miedos, muchos miedos. A todo, a lo que nunca nos preocupó, a no tener las capacidades de siempre para responder hoy y ahora a las necesidades tuyas y de los cercanos, miedo a descubrir cada día el progreso del deterioro, de observar cómo las épocas buenas de la vida se van alejando, cómo los trenes con los que soñamos salieron ya, se marcharon...

Saber envejecer es la obra maestra de la sabiduría y una de las partes más difíciles del gran arte de vivir. Decía Platón: “...teme a la vejez, porque nunca viene sola...”. Y nuestro Ramón y Cajal pregonaba que “...lo más triste de la vejez es carecer de mañana...”. 

La tercera edad es amiga del orden y tiene miedo a todo; como la madurez, es poderosa y muchas veces poco reflexiva; al modo como la juventud es un tesoro que no se sabe apreciar en su momento y que luego se añora grandemente. Decía ‘La Rochefoucauld’ que la tercera edad es una tiranía que prohíbe, bajo pena de la vida, todos los placeres de la juventud.

Cada etapa tiene sus dulzuras y amarguras y cada tiempo que logramos vivir nos parece incompleto y no el mejor entre los posibles. La vida, “aquello que acontece mientras hacemos planes...”.