El ruiseñor de España (Armando Lirio Galán)
Artículo de Francisco Montoro
Los años cuarenta del pasado siglo XX fueron los años de la consolidación de la copla, nacida en los años treinta. Y en un mundo tan oscuro como el de los primeros cincuenta, las figuras de la canción española equivalían en la consideración popular a las de los toreros de postín o de los deportistas de renombre. Junto a los Zarra y Ramallets, junto a los Dominguín y Arruza, brillaban en la canción española nombres como Lola Flores, Manolo Caracol, Juanita Reina, Concha Piquer... y deslumbraba la fuerza emergente de la voz de Antonio Molina.
Temas como el hambre y la pobreza, la exaltación del mundo rural y de profesiones caídas en desuso -pero que se consideraban símbolos de la continuidad de las tradiciones de la raza española- tienen un lugar de honor en la canción española, aunque a la hora de la verdad, la población rural abandone el campo y prefiera trabajar en la fábrica y en la construcción.
Por las ventanas de los patios de vecinos salía cada día la música que gustaba a los españoles. Unas veces eran las voces de las vecinas que, con más sentimiento que calidad, repetían los temas de éxito. En la mayor parte de las ocasiones, lo que se escuchaba era la radio, que por aquellos tiempos era el espejo fiel de los gustos populares, especialmente a través de los programas de ‘discos dedicados’ constituidos en la base de la programación musical de las emisoras...
Los niños prodigios saltaban a la fama a través de los programas de gran audiencia de Bobby Deglané, que revolucionó el modo de hacer radiofónico, creando fórmulas que no caerían en desuso ni cuando, más tarde, apareció la televisión. Niñas como Rocío Dúrcal, Ana Belén y, sobre todo, Marisol; y niños como Pablito Calvo y Joselito. Y, salvo el caso de Ana Belén, que tras la película Zampo y yo, supo apartarse unos años y adaptarse para reaparecer ya adulta, la mayoría de ellos, cuando les cambió la voz y perdieron el encanto de la niñez, fueron incapaces de resistir al reto de las cámaras y los micrófonos. Era como una maldición.
Uno de estos casos, poco conocidos, fue el de un entrañable veleño, el niño Armando Lirio Galán, conocido artísticamente, al correr de los años, como Armando de Lirio, que veía la primera luz el año que terminaba la Guerra Civil. Fue un ‘niño prodigio’ que, al igual que en los otros casos más conocidos, los cambios fisiológicos de la pubertad y los malos tiempos que corrían en la posguerra, dieron al traste con un brillante futuro en los escenarios.
Enamorado de la canción desde sus primeros años, Armando desarrolló extraordinarias facultades para el arte, con las que brillaba cuando apenas contaba catorce años.
Corrían los años cincuenta. Antonio Molina era la estrella indiscutible de la canción. Sus éxitos Soy minero, El macetero, La fuente del avellano…, corrían de boca en boca, o, mejor dicho, de garganta en garganta. Armando Lirio, cuya voz se parecía de un modo sorprendente a la del divo, autorizado por sus padres, se marcha a Madrid en busca de futuro.
Ganó uno de los concursos del mítico Bobby Deglané, titulado Ruede la bola, en Radio Intercontinental, y el maestro Legaza, compositor de las canciones de Antonio Molina, le bautizó con el nombre artístico de El Ruiseñor de España.
Intervino en dos película, una, La Reina Mora, y otra, un corto dedicado a los toreros de fama de la época.
Grabó varios discos y formó parte de las compañías de Marchena, Juanita Reina, Manolo el Malagueño, Marifé de Triana y la del propio Antonio Molina.
Su paso de niño a hombre, las dificultades para acoplar la voz, el desarraigo familiar, y lo duro de la espera al éxito, le hicieron abandonar.
Con la profesión de camionero y la afición al cante, vivió en Vélez rodeado de amigos hasta que, desgraciadamente, una penosa enfermedad le llevó a la muerte el 11 de mayo de 1992, cuando contaba solamente 53 años de edad. Vélez-Málaga debería recordarle con el nombre de una calle.