El balcón del Tiétar
Vi las impactantes imágenes de esos incendios que ya son tristemente un clásico del verano. Las llamas devoraban la sierra arrasando pinares interminables que verdean y hermosean paisajes que me son familiares, mientras los vecinos, horrorizados, miraban con impotencia cómo el fuego se les acercaba.
Me dolió lo que vi. Y me duele aún más saber que muchos de estos incendios son intencionados. Me entristece ver arder esos montes cuajados de pinos con tanta historia a su alrededor, alguna de ellas me toca especialmente las fibras sensibles; el fuego de la sierra de Pedro Bernardo me pellizca el alma. El monte de la Abantera, que ya se quemó en 1986 perdiéndose 8.000 hectáreas de pinos, se consumía otra vez mientras los cuchareros, vecinos de Pedro Bernardo, se lamentaban impotentes y protestaban con rabia porque “ya estamos hartos de fuegos”.
Me asomo cada verano a ese espléndido ‘Balcón del Tiétar’. Me gusta pasear sus empinadas calles, recorrer la especial orografía de esta hermosa villa con pasado medieval y poco más de 800 habitantes, que está llena de lugares e historias familiares. En Pedro Bernardo nació mi madre, allí creció y se casó con aquel novio forastero al que mi abuelo mandaba a recoger en la carretera, donde lo dejaba el autobús que lo traía de su pueblo, para que subiera las cuestas a caballo; cada vez que subo en coche, tantos años después, esa carretera empinada, imagino a mi padre con su sombrero y su semblante apacible encima del caballo, serpenteando un camino frondoso de higueras para ver a su novia. Y me imagino a mi madre preparando la boda. El forastero y la moza del pueblo, que vestía de rosa con mantilla de encaje sevillano, se casaban entre la curiosidad de los vecinos, el calor de familiares y amigos y el frío inmisericorde de aquel día de febrero.
Pedro Bernardo, hermosísimo mirador sobre el valle del río Tiétar, me asoma a un tiempo lejano y amable, y a esos recuerdos que siguen intactos, como alguno de los lugares de los que tantas veces oí hablar. Me gusta evocar los paseos por el Rollo, las visitas a mis tíos en esas casas, tan sencillamente cálidas, con balcones de madera florecidos de hortensias y un sótano fresquito lleno de sandias. “Coge las que quieras” -decía mi tío-, y yo gozaba saboreando aquel manjar dulcísimo hasta que ya no podía más. Desde el balcón particular que me asoma a ese tiempo, veo las casas que forman el pueblo en la ladera del monte; las montañas no le hacen sombra y el sol se queda en él desde que sale hasta que se pone.
En el Parque del Rollo miro la estatua que rinde homenaje a ese hijo del pueblo considerado una autoridad mundial en materia de rayos cósmicos. Uno de tantos ‘cerebros exiliados’, desperdiciados por la sinrazón de la guerra. Arturo Duperier, destacado físico español al que mi abuela paterna llamaba cariñosamente “el primo Arturito”, era para mí, ajena entonces a la física y a esos rayos cósmicos que él estudiaba con tanta pasión, un orgullo del que presumir. “Pues mi abuela tiene un primo sabio...”. Él, insigne cucharero, desde la quietud de su estatua en el parque, donde siempre me hago una foto, sigue mirando a su pueblo con sus ojos de bronce. Me pregunto qué pensará viendo quemarse, una vez más, el hermoso paisaje que le vio nacer. Quizá piense, como yo, que la humanidad se ha vuelto loca. Que estamos destruyendo casi todo lo hermoso y valioso que tenemos. Eterno en su pedestal, el sabio pensará con tristeza que unos nacen para investigar y descubrir la forma de mejorar la vida, y otros, carentes de sueños y de alma, se dedican a destruirla.
He visto hace unos días las tenebrosas sombras, los mordiscos salvajes que dejó el fuego en esa sierra que me oxigena el alma. Se borró otra vez el tupido encaje verde que la abrazaba y se apagaron para siempre los alegres sonidos de la vida que cobijaba.
Me asomé al balcón y me dolió lo que vi. Miré al ensimismado sabio y lo que queda de tan hermoso paisaje. Y el sobrecogedor silencio de su belleza herida me hizo llorar.