Blues

Lebrijano cantaba:  “Unos le rezan a Dios/ otros le rezan a Alá/ y otros se quedan callados/ que es su forma de rezar”. 

El blues tiene maneras: hay blues que, cuando suenan, provocan el silencio interior, se interrumpe el diálogo íntimo, todo lo inunda la música; una forma de oración que nada tiene que ver en absoluto con lo religioso, sino con el pensamiento que alude siempre a lo profundo de lo cósmico. Es el alma licuada en música, como única posibilidad de reconfortar ante las preguntas para las que no encontramos respuestas. El oyente silencia todas las voces que normalmente le ha­bitan y, aunque le ponga nombre a lo que escucha, rara vez se siente capaz de comprender el misterio que esa música trae consigo. Es como una brisa de primavera que transporta esencias florales que no podemos ver, pero nos vivifican.

Otros son expresiones de melancolía, de añoranza, de todo aquello que el tiempo inexorable arrastró hacia el pasado y se tiene la certeza del no retorno. Son relatos que portan sentimientos arropados por música, a veces desolada pero siempre sanadora, desinteresada, generosa, que acompaña al refugio del amarradero y salva de la tormenta.

Cadencias, casi siempre nocturnas, que abordan a las almas solitarias con el rumbo perdido, cuando la oscuridad los deshilacha con la angustia persistente, la esperanza irrecuperable, la embriaguez de la autocompasión por el amor perdido. Un abandono a la fatalidad que nada tiene que ver con lo que la música proclama y propone. Cuando el blues se manifiesta como oración, no está sugiriendo una confesión y su correspondiente penitencia. No propone un final con un salto al vacío o un estallido en la sien. Sólo hay que preguntar al músico qué siente cuando lo interpreta. Es probable que no pueda ponerle palabras. El blues habla por sí mismo, tiene un lenguaje que le es propio; sus notas, su ritmo rondado por los silencios; como la expectación del viajero ante la inminente llegada a su destino. Sin embargo, no hay destino posible en el blues. Es ese sentimiento aterrador, repentino, de estar transitando el cosmos como pensamiento solitario que busca hacerse uno con el todo; tal vez una aspiración antigua del misticismo puro en busca del origen: el músico -con el gesto- comprimiendo el ser para que vibre al unísono con las notas de la guitarra.

El blues es música de silencio, para el si­lencio, aunque haya es­tilos que se presten al escenario y el aplauso. Es para encuentros reducidos de almas que comparten la vi­sión del mismo ‘Claro del bosque’. Algo así debe ser el cante jondo en un reservado en la venta o en el hogar, donde la música se convierte en palabra y la palabra en algo que conmueve al espíritu: “La poesía primera que nos es dado a conocer es lenguaje sagrado” (María Zambrano, Algunos lugares de la poesía).

El blues, en el cine, como banda sonora que acompaña al personaje por calles mojadas y deshabitadas bajo la noche, o a soledades compartidas en la barra de un garito: Soledad planetaria en hermandad con la soledad cósmica, noche tras noche, como quien espera la luz o el milagro que nunca suceden.

Sea como fuere, entiendo el blues como aire vivificante que entra en la estancia sin necesidad de abrir ventanas.