Bluesman forever

¿Por qué el título en inglés? Pues, en esta ocasión, por puro respeto y elemental cortesía. 

Como ya sabemos, el blues hunde sus raíces en la esclavitud afroamericana, y el dolor causado, por más que se lo quiera revestir de cotidianidad asumida, fue (y sigue siendo) un latido incesante de sufrimiento perpetuo. A mi modesto entender, cohabitan en el blues códigos innegables de ese dolor. Uno de ellos está en los dedos de quien pulsa las cuerdas de la guitarra. Mas no todo es oscuridad. También asoman rayos de luz que cantan al amor, aunque después se deshilache en amargo recuerdo.

Cuando las yemas de los dedos se aferran a las cuerdas y las deslizan hacia un lado, con emoción contenida, estirando las notas con tensión controlada, desplegando el abanico de octavas hasta el límite que el alma necesita, reforzándolo con el vibrato de la temblorosa mano; el que exige a su guitarra para alcanzar el éxtasis sonoro, inextinguible,  que se impone ofrecer a los que escuchamos, porque quiere llevarnos consigo al cielo de la música, en serena peregrinación o en cortejo alegre; también en dolorosa existencia. Y nunca se rompe la cuerda. Donde más se nos ofrece esta singularidad es en el blues. Una cuerda, sobre su traste, es una nota con nombre propio. Pero el bluesman, con su maestría, le confiere una elasticidad que se me antoja brisa de primavera en el litoral donde vivo; es una reivindicación de la memoria de cuando era niño; pero también, en ocasiones, la cercanía de un portal hacia ‘algo’ que me es desconocido. De los misterios que tiene para mí la música (en su interpretación), este es uno de los que más me hechizan. También lo he encontrado en la flauta ney del virtuoso Omar Faruk. Cuando encuentro una singularidad al escuchar música, despierta una suerte de regocijo en mis adentros; el mundo se esfuma. La respiración se detiene, lo justo para que el pensamiento lo procese y dulcifique la embriaguez inminente, para que sea contemplación luminosa y sustancia vivificante. Y aun faltarían palabras para completar este mosaico. Porque, como ya dije en otra ocasión, el oído ve, y para los asuntos del alma, faltan (o sobran, según se entienda) un sinfín de palabras; tal vez las palabras que hermosean la poesía: “Ya mira cómo cabalgan / sus  cinco alazanes negros / al mástil de su guitarra / por las colinas del sueño”.

Bluesman forever. Un alfil negro al que, en su transversal tránsito, le ofrendo mi respeto y concedo sin reservas el grado de guardián de la música. Alfil, que en persa medio significa elefante: animal sagrado, sin duda, y símbolo de paz, tan ausente siempre entre los humanos.

Y es el blues refugio de cabaña con candela de troncos de amoroso crepitar y llamaradas que encienden la mirada y la memoria. Cobijo hospitalario para los días de percusiones y metales que celebran la muerte infame; la que jamás cesa en el planeta, pues los tambores de la guerra no han dejado de sonar desde que se inventaron.

Bluesman forever. Una contestación no violenta a la humana condición destructiva donde la haya y un recordatorio de cuál es el preclaro sentido de nuestra existencia:

“Lo importante no es ser mejor que los demás, sino ser mejor que ayer” (Jigoro Kano, maestro de Kyudo, arte japonés del tiro con arco).