Haruki Murakami

Columna de Miguel Segura

Si aparecen en la misma frase términos como música y novela, es muy pro­bable que se esté hablando de Ha­ru­ki Murakami. En todas sus obras es­tá presente la música, como el trans­currir del día, el olor a café, el ru­­mor del tráfico o los sucesos de la no­che, donde los personajes transitan con sus vicisitudes. En algunos, co­mo pesadas cargas; en otros, con la li­viandad de la despreocupación por el mañana. También los que planifican el fin de sus días. Relatos que acaecen en la gran ciudad, un gigante hambriento que no hace ascos a nada.

La música está en el bar de la estación mien­­tras sirven el de­sayuno a trasnochadores que apuran las horas: El­vis, The Beatles, The Ro­llings. En restaurantes de co­mida convencional im­­­pregnados con el aroma del arroz hervido: Louis Armstrong, Ella Fitz­gerald, Char­lie Parker.  O al abrigo de la no­che, ya sea en locales que nunca cierran o en la penumbra del sa­lón, con la copa de vi­no o el vaso de whis­ky (remedios con­­tra el insomnio), mientras suenan Vivaldi, Brahms o Duke E­llin­g­ton. Acompaña so­bre­­manera en la no­che el fraseo ensoñador de la trompeta de Chet Baker. Esto último me lo invento. No recuerdo que estuviera presente en ninguna de sus historias, pero me tomo la libertad de incorporarlo a la banda sonora de la lectura de sus libros.

Sus personajes cocinan su propia comida, aman y se dejan amar. Se citan en locales tranquilos para tratar asuntos que exigen discreción. O se producen encuentros casuales que dan origen a situaciones de riesgo extremo, inesperados, nocturnos. En todas estas circunstancias, Haruki Murakami recrea atmósferas sonoras. Compases, ritmos y cadencias que trasladan al lector al espacio que transitan los personajes y le hace ver en primera fila cuanto acontece: Visión privilegiada desde bambalinas. Después de leerlo, se tiene la inquietante sensación de haber deambulado por alguno de los barrios de Tokio, o haber pernoctado en una casa de montaña, oyendo tañer una campanilla en la noche, a poca distancia, cerca del bosque (La muerte del comendador).

Sobre su novela 1Q84: en la vorágine de una autopista de Tokio, de la mano de una chica joven, nos hace descender por una escalera de servicio metálica y en desuso. No me corresponde desvelar lo que hay más abajo (qué clase de lector se­ría yo).  En esa par­te de la ciudad nos espera el piano de Glenn Gould o, quién sabe, si la Sinfonietta de Leoš Janáček para prevenirnos de la ten­sión que aguarda en la penumbra de lo desconocido. Pero habrá también -sin duda- momentos de calma reconfortante entreverados con experiencias de magia oscura. Esa magia que algunos detractores consideran innecesaria, como si Haruki Murakami estuviese obligado a escribir como a ellos les plazca. Y es que, una de las cosas que se percibe al leer sus textos es la libertad y la naturalidad en la escritura, allí donde otros, posiblemente, usarían metáforas o circunloquios. Haruki Mura­ka­mi es trasgresor en sus textos, del mismo modo que lo fueron en su día -probablemente- algunos de los músicos que suenan entre las líneas de sus narraciones.