Haruki Murakami
Si aparecen en la misma frase términos como música y novela, es muy probable que se esté hablando de Haruki Murakami. En todas sus obras está presente la música, como el transcurrir del día, el olor a café, el rumor del tráfico o los sucesos de la noche, donde los personajes transitan con sus vicisitudes. En algunos, como pesadas cargas; en otros, con la liviandad de la despreocupación por el mañana. También los que planifican el fin de sus días. Relatos que acaecen en la gran ciudad, un gigante hambriento que no hace ascos a nada.
La música está en el bar de la estación mientras sirven el desayuno a trasnochadores que apuran las horas: Elvis, The Beatles, The Rollings. En restaurantes de comida convencional impregnados con el aroma del arroz hervido: Louis Armstrong, Ella Fitzgerald, Charlie Parker. O al abrigo de la noche, ya sea en locales que nunca cierran o en la penumbra del salón, con la copa de vino o el vaso de whisky (remedios contra el insomnio), mientras suenan Vivaldi, Brahms o Duke Ellington. Acompaña sobremanera en la noche el fraseo ensoñador de la trompeta de Chet Baker. Esto último me lo invento. No recuerdo que estuviera presente en ninguna de sus historias, pero me tomo la libertad de incorporarlo a la banda sonora de la lectura de sus libros.
Sus personajes cocinan su propia comida, aman y se dejan amar. Se citan en locales tranquilos para tratar asuntos que exigen discreción. O se producen encuentros casuales que dan origen a situaciones de riesgo extremo, inesperados, nocturnos. En todas estas circunstancias, Haruki Murakami recrea atmósferas sonoras. Compases, ritmos y cadencias que trasladan al lector al espacio que transitan los personajes y le hace ver en primera fila cuanto acontece: Visión privilegiada desde bambalinas. Después de leerlo, se tiene la inquietante sensación de haber deambulado por alguno de los barrios de Tokio, o haber pernoctado en una casa de montaña, oyendo tañer una campanilla en la noche, a poca distancia, cerca del bosque (La muerte del comendador).
Sobre su novela 1Q84: en la vorágine de una autopista de Tokio, de la mano de una chica joven, nos hace descender por una escalera de servicio metálica y en desuso. No me corresponde desvelar lo que hay más abajo (qué clase de lector sería yo). En esa parte de la ciudad nos espera el piano de Glenn Gould o, quién sabe, si la Sinfonietta de Leoš Janáček para prevenirnos de la tensión que aguarda en la penumbra de lo desconocido. Pero habrá también -sin duda- momentos de calma reconfortante entreverados con experiencias de magia oscura. Esa magia que algunos detractores consideran innecesaria, como si Haruki Murakami estuviese obligado a escribir como a ellos les plazca. Y es que, una de las cosas que se percibe al leer sus textos es la libertad y la naturalidad en la escritura, allí donde otros, posiblemente, usarían metáforas o circunloquios. Haruki Murakami es trasgresor en sus textos, del mismo modo que lo fueron en su día -probablemente- algunos de los músicos que suenan entre las líneas de sus narraciones.