Mirando al cielo

Olas blancas, espumosas, lamiendo el duro mineral costero, golpe a golpe enternecido. Devenido en largo sueño de disolución, en partículas menores sometidas al tiempo y a la espera para ser arcilla maleable.

Hasta que las manos embelesadas del alfarero la transforma en vasija, donde mineral y agua vuelven a encontrarse. Y es esta suerte de solemnidad evolutiva, que desde tiempo indescifrable ha embebido de fascinación a los que tienen por hábito mirar al cielo, hasta concluir (como anunció Hermes Tris­me­gisto) que “lo de arriba es igual a lo de abajo”. 

Sosteniendo esta mirada hacia el horizonte sin fin, se podría pensar que la música también está sujeta a esa magia transformadora. El true­no, atenuado en percusión tribal; la lluvia, en cuerdas frotadas; el viento, en flautas hechizadoras (cuan­­­­­­do es brisa), o en metales exaltadores emulando la tempestad. Cielo y tierra. Y las manos y la voz humanas, maleando con su arte estas sustancias. 

En clave de Sol, que viene a ser como decir “la clave está en el Sol”. 

Argumentan los físicos que nuestra estrella sucumbirá a su propia fatiga dentro de aproximadamente cinco mil millones de años. ¡Qué barbaridad!... Y ya nos están metiendo el miedo en el cuerpo. Si no es la nueva cepa de un virus, es un gran pedrusco que pasa a millones de kilómetros de nuestro planeta. 

Es inevitable pararse a pensar y, como escultura de Rodin, me siento al borde del camino, codo sobre la rodilla, mentón sobre la mano y dejo que el pensamiento coja las riendas, tome de la mano a su hermana y cómplice la imaginación y dominen a sus anchas, mientras mi yo más campechano les presta toda su atención embobado. Pensándolo bien , se dice, el tiempo es una sustancia que aún no se comprende y cuando te quieres dar cuenta ya estás cobrando la jubilación. Al mirar hacia atrás, escaneando el pasado, los recuerdos producen la sensación de haber estado en un sueño permanente. Entonces alguien se pregunta, cuando ya ni exista el polvo de la extinción, quién contará nuestra historia; quién mostrará pruebas de nuestra existencia. ¿Así, sin más? Yo, que me empeño en creer que la música es sustancia universal, doy por sentado que seguirá estando ahí, indeleble, indisoluble, a la espera de una cabal reinterpretación, en una nueva existencia. Sólo el cosmos conoce este secreto; y ya sabemos que el cosmos no suelta prenda, que le encanta hacerse el interesante con tanto misterio y lejanía, y por eso es extraordinariamente gélido el espacio entre las estrellas, para que no nos movamos de esta ‘recachita’ que nuestro sol calienta y no andemos hurgando en la gran oscuridad. Grecia y Roma pusieron nombre a los planetas que orbitaban (lo siguen haciendo: los planetas; orbitar) y les otorgaron carta de naturaleza divina, antropomórfica, por si de esta manera conseguían prendas acerca de los mencionados misterios.

Mas no me siento solo en estas contemplaciones. Cuando los creadores de música utilizan en sus obras títulos como Echoes o El lado oscuro de la luna (Pink Floyd), Jinetes en la tormenta (The Doors), Hombre en la Luna (REM) o Llamando a la Tierra (M-Clan), entre muchos otros, el sentimiento de ‘bicho raro’ se disuelve y soy consciente de que somos muchos los que miramos al cielo. Y aún más allá.