Cuando camino por las calles de Rincón de la Victoria, por sus estrechas aceras, cuando subo sus cuestas, siempre pienso cómo será recorrer este municipio cuando alcance la tercera edad y, si llego, la cuarta edad. Me detengo a mirar a los ancianos, andando con cuidado, con sus andadores, mirando con recelo a ambos lados de la calzada antes de cruzar la calle, o con temor a la cuesta que tienen que bajar. Observo a los padres empujando un carrito por la carretera porque las aceras son como una pista de obstáculos, con farolas, señales, papeleras o alcorques que impiden el paso. Miro con envidia a los ciclistas con sus bicis por la avenida del Mediterráneo o por el paseo marítimo, y me pregunto cómo sería subir o bajar en bicicleta desde Añoreta, o desde Parque Victoria, desde el Cantal, o ir a la biblioteca Antonio Hilaria. Cuando conduzco los tres, cuatro o cinco kilómetros que separan Rincón de la Victoria de Benagalbón o de Parque Victoria, imagino estos núcleos como islas o atolones de casas separados por un mar de asfalto.