Opiniones

En memoria del abogado Cristóbal Carnero Varo

Artículo de Juan Fernández Olmo

Cruz de San Raimundo de Pe­ña­fort, a título póstumo, al abogado Cris­tóbal Carnero Varo, por entender, según el Co­legio de Abogados de Málaga, que concurren en el mismo, méritos suficientes que lo hacen merecedor de tal distinción. Esta distinción hon­­ra su memoria y legado. Cristóbal estaba ca­sado con mi hija Isabel, fiscal decana de me­nores en la Audiencia de Málaga. 

La Orden de la Cruz de San Rai­mundo  de Peñafort, se im­parte en Es­paña, desde 1944 por el Mi­nis­te­rio de Jus­ti­cia, y puedo decir que tres de los que yo tengo conocimiento, agraciados con esta distinción, son los jueces Manuel Mar­chena y Antonio Fernández de Bu­ján. También Manuela Carmena, que fuera alcaldesa de Madrid. 

Vélez-Málaga era su ciudad na­tal. La carrera de Derecho la hizo en la Universidad de Granada, donde también estudió Isabel. Allí se hicieron novios y se casaron en 1984. De esta unión nacieron Isa­bel, María y Carmen. Cuatro mujeres que, como él mismo repetiría, eran su orgullo en la vida. Una vez casados, Cristóbal se ocupó de su despacho, y durante un  tiempo com­patibilizó la docencia en el De­par­tamento de Procesal, Facultad de Derecho, en Málaga, mientras Isa­bel ejercía en la Fiscalía de me­no­res, Audiencia de Málaga.

Cristóbal se nos fue a la temprana edad de 63 años (1959-2022), a consecuencia de una incipiente leucemia, que esperábamos superaría  tras el exitoso trasplante de médula que le brindó su hermano Juan. Así se plasmó en el regalo de una me­dalla y la inscripción de ‘siempre contigo’. Cristóbal se emocionó aquel día y todos, con los ojos vidriados, nos abrazamos formando una piña. Nuestro gozo en un  pozo, porque volvió de nuevo al hospital y ya no hubo forma de contener los destrozos que, en su cuerpo, algunos elementos interiores habían ocasionado.

Cristóbal era amante de los libros y un empedernido lector. Permí­tan­me la opinión  de algunos de sus amigos más cercanos. Cristóbal fue un donante de conocimiento y cultura. Le encantaba saber para luego transmitírnoslo. Nos narraba los orígenes de las palabras, los dimes y diretes que despertaba en los de­más y su curiosidad por la historia. Siempre la lectura y cultura, como amigo y tutor nuestro. En el ámbito profesional desarrolló su trabajo con gran nobleza, honestidad y bon­dad hacia sus compañeros, no du­dando en compartir su sabiduría.

En su entorno personal: hombre de palabra, honor y mu­cha generosidad, que repartió entre su familia, amigos o aquél que lo necesitara. Junto con su mujer Isabel, cria­ron tres niñas a quienes transmitieron sus valores, la im­portancia de la educación, honradez, trabajo y esfuerzo.

Recuerdo sus palabras de cuando nos declaraba: “Quiero ver a mi hija Isabel casada”. Era su anhelo. “Tengo la ilusión de celebrar la boda de mi hija,  porque esto -la leucemia- lo veo como una mera adversidad, quiero vuestra alegría y compartirla con vosotros, sobre todo con mi hija. Quiero que ese día os desfoguéis como nunca, hacedlo por mí. Salud y muchas gracias”. Así se hizo y culminó la boda con su presencia.

Afrontó la muerte con  increíble entereza. Luchó hasta el final, con el deseo de “vivir por y para la familia, lo más importante que tenía”. Por ellas, su mujer y sus hijas, fue un verdadero gladiador. Isabel y sus hijas se despidieron de él, y en el intercambio de frases me quedó esta de Cristóbal: “Has sido mi luz”.

Él duerme ya el sueño eterno, junto a María Josefa y Manuel, sus progenitores; Pepe, su hermano, y Gregoria-YOYA, que lo quería como una madre. A ellos les avisé para que lo esperaran a su llegada, lugar donde descansan los bienaventurados. Seguro que le tenían reservado un sitio junto al Padre Celestial, un holgado privilegio que tenía ganado antes de marcharse.

Su legado continúa en Isabel, sus tres hijas, familiares y todos aquellos que lo conocimos.