Mi regalo para 2017
Después de las ‘aventuras’ revolucionaria y contrarrevoloucionarias (Rusia soviética, China de Mao, Corea del Norte o Cuba & Hitler, Mussolini, Franco o Pinochet), entiendo que la sensatez humana, cogida con alfileres y a duras penas, puede abrirse camino. Que hay que seguir metiendo el hombro en la mejora ‘local & global’, obvio, pero ya sin el irracional resentimiento que nos lleva a considerar caprichosamente que vivimos en el peor de los mundo.
En Mi regalo de Navidad, el filósofo Javier Gomá nos invitaba, en medio de los desastres con las que convivimos, a no dejar de tener en cuenta que el nuestro es “el mejor de los mundos sidos”.
Por lo que, para este Mi regalo para 2017, he echado mano del periodista y escritor John Carlin, que en su artículo de El País, Siempre mira el lado brillante de la vida (subtitulado: ‘Parece que 2016 nos sepultó con malas noticias pero la realidad es que vivimos el mejor momento de la historia’), nos lo demuestra con datos. Hijo de británico y española, es autor de El factor humano, la biografía del hombre que evitó la guerra civil en Sudáfrica, Nelson Mandela, y que inspiró la película ‘Invictus’.
Compartimos la idea nosotros, la élite cosmopolita que lee diarios como El País o que escribe en ellos, de que 2016 ha sido un annus horribilis. Mientras la guerra y el terror asolan Oriente Próximo, generando olas de refugiados, el populismo arrasa en dos de las más ancianas y venerables democracias, Estados Unidos y Reino Unido, y amenaza a buena parte del antiguo continente europeo. La idiotez vence a la inteligencia, los payasos a los sensatos, el cinismo a la decencia, las mentiras a los hechos. Nadie encarna mejor la era política en la que vivimos en Occidente que Donald Trump.
Con semejante energúmeno al mando del arsenal militar más potente de la Tierra, puede pasar cualquier cosa en 2017. Pero no todo es oscuridad. Miremos, como nos encomendaban los Monty Python, el lado brillante de la vida. Si nos distanciamos de las circunstancias que seguimos en la noticias, aquellas que reconfirman nuestra fe en la congénita imbecilidad de la especie, si ampliamos la mirada a las tendencias que marcan el progreso material de la humanidad, detectaremos razones para pensar que lejos de vivir en el peor de los tiempos, vivimos en el mejor.
La desigualdad es uno de nuestros grandes temas de conversación y aunque es verdad que crece dentro de los países, también es verdad que la desigualdad entre los países disminuye. Los que tenemos la fortuna de haber nacido en los países ricos, podemos sentirnos un poco menos culpables que antes. Las cifras de las Naciones Unidas demuestran que desde 1990 la enorme mayoría de los países en desarrollo han avanzado respecto a los desarrollados en cuanto a ingresos, longevidad y acceso a la educación.
El año 2016 no ha sido ninguna excepción: por primera vez, seguramente en la historia humana, el número de habitantes de la Tierra que vive en la extrema pobreza ha caído por debajo del 10 por ciento. El hambre en el mundo ha descendido también a su nivel más bajo en un cuarto de siglo.
Las buenas noticias no se limitan a los países pobres. Hay una crisis general de expectativas en los ricos pero la demagogia catastrofista de, por ejemplo, Donald Trump ignora el hecho de que en Estados Unidos el desempleo descendió de 7,8 por ciento cuanto Obama llegó a la Casa Blanca a 4,6 por ciento hoy. En Reino Unido, donde la percepción de que los inmigrantes europeos se estaban llevando todos los nuevos empleos, contribuyó al voto por el Brexit, el porcentaje de gente con trabajo no ha sido tan alto en más de una década.
España es un país en el que llama la atención la discrepancia entre la propensión de sus habitantes a quejarse y una calidad de vida que es la envidia del mundo. El desempleo sigue siendo alto pero va a la baja y el crecimiento de la economía ha sido el doble del de la media de la Unión Europea en 2016. Un artículo en el Financial Times a finales de noviembre se titulaba: Brilla la historia de la recuperación española.
Volviendo al destino del resto del planeta, queda por ver qué harán los bárbaros de la futura administración Trump pero el hecho hoy es que por tercer año consecutivo se ha frenado la emisión mundial del dióxido de carbono producido por la quema de combustibles fósiles, la principal causa del cambio climático.
Los habitantes de la tierra, mientras, gozamos de mejor salud que nunca. La expectativa de vida sigue creciendo en todo el mundo y las enfermedades más letales cobran menos víctimas. Según la Organización Mundial de la Salud, el número de muertes ocasionadas por la malaria ha bajado en más de 50 por ciento desde el año 2000 y las víctimas mortales del VIH-SIDA se han reducido en similares proporciones. En enero de este año la OMS anunció que la epidemia del ébola en África occidental había sido erradicada. La mortalidad infantil mundial es la mitad de lo que fue en 1990.
En cuanto a las guerras, no son lo que eran. La de Siria es un espanto pero si apartamos la vista un momento de las imágenes de televisión que nos acosan cada día desde Alepo y abrimos los ojos al panorama global vemos que vivimos en una era de paz sin precedentes. Desde 1946 el número de víctimas de la guerra ha disminuido en proporciones gigantescas; los índices de homicidio en el mundo también bajan. La tendencia general, ejemplificadas por el proceso de paz de Colombia, dejan claro que el mundo es menos salvaje de lo que fue.
Lo cual quizá ayude a explicar el miedo que nos genera en la por lo demás pacífica Europa —más pacífica que en cualquier momento de su historia— el relativamente inocuo fenómeno del terrorismo del ISIS. Para los familiares de las víctimas de Berlín la semana pasada, y anteriormente de Bruselas, Niza y París la tragedia es total, por supuesto, y no hay consuelo posible. Pero tampoco lo hay para aquellos cuyos seres queridos mueren en accidentes de tráfico, como nos recordó Robert Neild, profesor de economía de la universidad de Cambridge. Neild señaló que según las estadísticas de la Unión Europea murieron 151 personas en atentados terroristas en 2015, un mal año, pero en los mismos 12 meses murieron 26.100 en las carreteras. Lo cual demuestra la irracionalidad de que nos asuste más irnos de vacaciones a París que conducir al trabajo cada mañana. El profesor de Cambridge hizo el cálculo: para un europeo la probabilidad de morir en un coche es 172 veces mayor que la de morir en un acto de terrorismo.
Todo puede cambiar en 2017. Quizá tengan razón los que temen que estemos, como en los años 30, en el umbral de una catástrofe. Pero no está mal recordar hoy, con el 2017 llegando, que la humanidad aún tiene más motivos para darse un pequeño aplauso que para hundirse en la desesperación.