Como agua para chocolate

Eso de la comida rápida, no lo entiendo. No me extraña que tenga sus seguidores, porque el mundo parece ir a paso de desfile rápido, con un reloj en la mano y contando los segundos que invierte en cada uno de sus movimientos. Vaya a ser que llegue tarde a no se sabe dónde.

Esta ansiedad, este querer hacer mil cosas a la vez, este ir y venir apresurado tan característico de nuestros días no se lleva bien conmigo. (Pienso que no se lleva bien con nadie) Y sin embargo, el modelo ha sido capaz de atravesar océanos y asentarse en nuestra cotidianeidad. El mundo gira, sí, pero nosotros le estamos imprimiendo unas revoluciones que, puede ser, nos salgamos de órbita. 

Cómo será la locura por la inmediatez que hasta el genocidio (me niego a decir que lo que ocurre en Gaza sea una guerra) se organiza bajo su premisa. Por lo visto, la inteligencia artificial “ha ahorrado mucho tiempo”, según testimonios de agentes de inteligencia que han usado ese sofisticado programa llamado Lavender con el que se ha acabado con más de 30.000 gazatíes, población civil, mujeres y niños en su inmensa mayoría. Ya sabemos: el tiempo siempre es oro para los poderosos.

Mientras tanto, en nuestra esquinita del planeta, podemos ver a alguien correr mientras habla por teléfono. Conducir mientras se maquilla, o asistir a un concierto que graba para verlo más adelante, cuando tenga tiempo. Vamos, que Lewis Carroll se reiría de lo lindo viendo cómo su personaje, no es que corra por el País de las Maravillas, sino que lo hace en el torrente sanguíneo de nuestra época, imprimiendo a la velocidad un pedigrí con los que muchos se sienten superhéroes y pocos se hacen superricos. 

Y aquí están, a salvo y en paz, la mujer y el hombre con  mil ocupaciones diarias, agotados y agobiados, engullendo con prisas esa tortilla de patatas precocinada y calentada al microondas, porque no hay tiempo para cocinar, aunque se vean mil programas de cocina y se tenga en casa las mil y una recetas en sendos volúmenes. Aquí están, digo, tomando pastillas para dormir, para calmar ese desasosiego que, pienso, algo tendrá que ver con la aceleración.

A mí, la novela de Laura Esquivel Como agua para chocolate, me encantó. Leer cómo Tita, la protagonista, se enfrasca en la cocina  para preparar las codornices rellenas con pétalos de rosas, y cómo este plato  libera del cuarto oscuro donde la memoria de los comensales tenían encerrados a sus grandes amores, para, entre bocado y bocado, entre suspiro y suspiro, traerlos al presente de ese almuerzo con la fuerza de las pasiones irresistibles, es una delicia. O cómo, al preparar una tarta para una boda que podía ser la suya, pero no lo es, una lágrima de su pena cae sobre el pastel, lo que produce una llantina y vomitona incontenible en los invitados. ¡Ay¡ y es que Tita cocina poniendo su corazón en lo que hace.

La vida es corta, decimos a veces, pero  lo que hacemos en la vida necesita ser hecho con maestría, devoción y mucho amor. Porque sin amor, qué insípido se vuelve todo.

Pienso que mientras estemos vivos en este maravilloso planeta, cada día más esquilmado y dolorido, no estaría de más que nuestro paseo lo hiciésemos con   paso calmo, adjudicándole a nuestros pies ese ritmo de atención que requiere toda búsqueda;  porque vivir es búsqueda y descubrimiento, y eso sólo se hace con los ojos bien abiertos y con la mirada atenta y lenta del paleontólogo. Vivir es un trabajo de amor que se cocina a fuego lento. Por nosotros, por los que están a nuestro lado, por cuanto nos rodea.
Y termino con un regalo de la poeta alemana Elli Michler:

“No te deseo un regalo cualquiera / te deseo aquello que la mayoría no tiene, / te deseo tiempo, / para reír y divertirte. / Te deseo tiempo, no para apurarte y andar con prisas, sino para que siempre estés contento”.