El reencuentro

Tenemos una cita en Granada. Hablo en plural porque seguro que muchos acudiréis. Granada siempre es un buen pretexto para hacer un paréntesis en lo cotidiano. En La Huerta de San Vicente y hasta el 15 de enero nos espera Joaquín Lobato con su admirado y querido García Lorca. 

Este reencuentro, propiciado por la Asociación de Amigos de Joaquín Lobato de Vélez-Málaga, es una buenísima noticia que hay que celebrar y aplaudir.

Yo nunca hablé con Joaquín, aunque sí que coincidí en algún acto,  allá avanzado los años 70. Lobato era amigo de algunos de mis amigos, pero llevada siempre por esa timidez que me caracteriza, nunca crucé con él dos palabras. Le admiraba, sí. A distancia.

A Lorca lo leí por primera vez a los trece años, cuando mi tía Antonia, viéndome demasiado encerrada en casa, puso en mis manos un volumen  con sus obras de teatro y el Romancero Gitano. Quedé hechizada. 

Hay poemas que, en una primera lectura, parecen  fáciles. Sin embargo, allí estaban algunos versos del Romance sonámbulo  llenándome de inquietud: Pero yo  ya no soy yo. / Ni mi casa es ya mi casa. Versos que fueron para mí un enigma hasta que mucho más tarde pude desentrañarlo: el dolor ante la pérdida definitiva de un ser querido también tiene sus formas. La que toma ante el suicidio es la más terrible de todas. Como calcetín que se vuelve del revés, el ser ya no se reconoce, ni reconoce cuanto le rodea. Y  trabaja, come y respira como dormido, lejos del mundo real: sonámbulo.

Lorca abordó este tema tabú, esta decisión terrible y última en la figura de una muchacha, una chiquilla apenas que, ya en la primera estrofa, está y no está a la vez.

Nos presentará a la joven en las altas barandas. Un lugar que enseguida asociaremos  con otros relatos: los de las princesas  y protagonistas de los cuentos que se encuentran en esas altas torres, apartadas, a salvo de roces y de miradas.

El papel asimilado a la mujer: el guardarse y ser guardadas. La espera, la pasividad. Puede que esta chiquilla, de tanto mirar  el horizonte y de soñar con el mar, optara por ejercer el único acto de libertad que le dejaban.

No hay nada sencillo en la poesía de Lorca, aunque algunos poemas lo parezcan. Lo mismo ocurre con Joaquín Lobato.

Joaquín nos presenta su universo poético y, aparentemente, nos parece encontrarnos ante una colección de estampas sutiles, diáfanas y amables. En ellas está el pueblo que tanto quiso, sus vivencias de niño, sus cajitas de tesoros. Las mujeres que, sentadas, van ensartando jazmines. Mujeres que esperan y suspiran.

Un universo de cine y de circo por donde galanes y actrices acarician los sueños del adolescente.

Los arlequines muestran que tras la máscara  hay otra máscara, y los payasos esconden la lágrima tras la risa. 

Un universo donde  el poeta  pregunta al Señor. Porque Dios siempre parece  más lejano y más serio, y a Lobato le va la cercanía.

Un universo desde el que poeta proclama: Sostengo mi condición de mar/ y pongo voz de monte en mi palabra.

Tras esos universos, hay otros. Tras la poesía de Lobato, hay más poesía. 

Estoy segura que los dos poetas, entre murmullos de ramas y el cri cri de las margaritas, se cuentan sus misterios.