Jardín cerrado

“…tan chico el almoraduj / 
¡Cómo duele!/ … Tan chico” 
Emilio Prados

¡Quien tiene un jardín, tiene un tesoro! Una frase hecha que encierra una gran verdad. Con esto no quiero decir que el jardín tenga que ser privado, ni mucho menos, aunque bien es cierto que el cuidado de la tierra, el ver germinar, crecer y florecer aquello que has plantado, mimado y trabajado, se convierte en una experiencia vital hermosa y aleccionadora. Pero… ¿No podemos trasladar ese cuidado y ese mimo a lo público? Mayo es un mes especial. Todo parece estar en eclosión. Todo florece mostrando un espectáculo digno de ser apreciado.

El tesoro más grande de un pueblo o de una ciudad se encuentra en sus jardines, sus parques y alamedas. Yo tengo la suerte de tener uno a pie de calle. Desde mi estudio terraza, casi me codeo con una casuarina que  es tan alta como el edificio donde vivo; cerca de ella, una acacia regala ahora el dorado de sus flores; y el verde oscuro de los ficus pronto se verá sorprendido por los racimos de flores rojas del árbol de la llama. Sí, tengo un tesoro custodiado por mirlos, verderones, gorriones, tórtolas y otras avecillas.

Cuando salgo a pasear me fijo muy mucho en estos compañeros aferrados a la tierra y, sin embargo, tan amantes del cielo. En fin, qué queréis que os diga: soy una apasionada  de los árboles. Es por eso que cuando me tropiezo con plazas completamente estériles, me siento tan decepcionada. Una plaza ajardinada, arbolada, con sus zonas de sombra, con sus bancos para descansar un momento, invitan al encuentro, al solaz, a la comunicación y a la meditación: algo tan importante y, al parecer, tan poco apreciado hoy en día.

Esta tarde en la que escribo, la meditación me viene a raíz del libro de  poemas que me acompaña: Jardín cerrado, de Emilio Prados. Este poemario es un verdadero jardín, un lugar en el que, con los primeros poemas, ya empezamos a caminar atraídos por el propio camino. Un camino sinuoso, laberíntico, en el que se nos hace de noche y en el que amanecemos rodeados de álamos, cipreses, jazmines, rosales, tréboles, adelfas, romero, arroyos… La naturaleza está tan presente en él, que acabamos advirtiendo que es sólo y enteramente un árbol, el árbol-hombre-poeta. Parece que Prados nos diera la mano para llevarnos a conocer, a través de todo lo natural circundante, su propio cuerpo, su propio ser, su propia historia. Hay un poema corto, Rincón de la sangre se lla­ma, que es un prodigio de concisión para expresar cómo vive lo vivido en nosotros, cómo permanece, y cómo duele la belleza viva y a la vez ausente. Algo pequeño, como el almoraduj, se alza como símbolo de algo que puede parecer nostalgia, pero que no lo es.

Emilio Prados murió en el exilio, en la ciudad de Mexico en 1962, en abril hizo 60 años. En su habitación, además de caracolas y estrellas marinas tenía una cajita con arena de las playas de Málaga. Yo tengo en mis manos su Jardín cerrado, todo un paseo arbolado de sensibilidad y conocimiento.