La desbandá

Para pasar de una sala a otra has de hacerlo a través del  patio interior, por un improvisado y estrecho pasillo de cañas y matorral. 

Dejamos atrás las maquetas de las corbetas que bombardearon la costa malagueña; las fotografías de las personas que un día dejaron todo, y casi con lo puesto, huyendo del avance del ejército sublevado contra la II República y aterrorizadas por las arengas radiofónicas de Queipo de Llano, llegaron a Málaga para confluir, poco después, junto a parte de la población malagueña en el éxodo hacía Almería: el escenario de uno de los crímenes más sangrantes contra la población civil cometido por el ejército franquista.

Digo que pasamos por esa simulación de cañaveral sabiendo que ellos ya lo hicieron. Una marea  humana con los pies hinchados, con  niños de pecho, familias completas desamparadas. Málaga no tuvo con qué protegerse.

Miras hacia un lado, en la cuneta, cuerpos yacentes y mujeres con la mirada perdida. Crees escuchar el estruendo de los cañonazos lanzados desde el mar, las ráfagas de los aviones. Cielo y mar, los dos azules más bellos ahora convertidos en un escenario siniestro. Sientes la sed y el hambre de los chiquillos que se apuran chupando la cañadú. Los gritos, el miedo de una niña perdida. Su muñeca rota, como ella, en el camino.

Pasamos por ese estrecho pasillo. ¿Qué nos espera en las salas restantes? Están los que llegaron a Valencia, continuaron hasta Barcelona, cruzaron los Pirineos. Ahí, en blanco y negro, inmortalizados por Norman Bethu­ne, formando parte de una columna interminable. Aquí oímos los testimonios de los pocos que aún viven y pueden contarlo. Testimonios orales y escritos. La voz que reivindica María Zambrano en Delirio y Destino cuando dice: “Todos los muertos prematuros, los muertos por la violencia necesitan que se cuente su historia”.

Estoy hablando de la exposición ‘La desbandá, 1937. De Málaga a Los Pirineos’ que hasta finales de octubre puede verse en el Centro Cultural de Unicaja, en el Palacio Episcopal de Málaga. 

Hace unos veinte años, el periodista Luis Melero publicó La desbandá, una novela que narra esta parte de nuestra historia reciente. Luis se atrevió con el género de ficción, a contar y a romper la barrera de silencio impuesta. Con esa novela todos tuvimos acceso a ese relato del que hacía mucho tiempo, a algunos, nos había llegado un leve murmullo en la hora nocturna del brasero, cuando, entre cuentos, los mayores recordaban brevemente lo que vivieron.

Yo pude oírlo de pequeña entre susurros. Mi abuela materna me contó cómo pasado Nerja, quedó para siempre el cuerpo del más pequeño de sus hijos. Llevaban tres niños más, mi madre era la mayor y tenía seis años. Destrozados, decidieron volver a Vélez-Málaga. No tuvieron suerte, en marzo de 1937 mi abuelo fue fusilado.

Mi abuelo paterno, dirigente de la UGT en Vélez-Málaga, una vez terminada la guerra, casi en la frontera con Francia, creyó ingenuamente que podría volver. Fue encarcelado y fusilado en mayo de 1940, las tapias del ce­menterio San Rafael contuvieron su último aliento.

Quizás por eso, esta exposición la he visto nublada por la pena.

¡Tristes guerras! Malditas todas, y malditos los que las alientan y promueven.