La hojarasca
Lo siento, pero ya no sé en qué mundo vivo. Se suceden tantos despropósitos, tanta brutalidad y barbarie, hay tantas heridas abiertas en el planeta y, lo peor, parece ser que esto que llamamos ‘ser humano’ está empeñado en que siga habiéndolas, que me lleva a pensar que quizás algo se truncó en la cadena evolutiva privando a parte de la humanidad de cierto desarrollo, y que, hoy por hoy, muchos de los que andan a dos patas pertenecen a esa facción, capricho o azar de la naturaleza. Se les conoce por la brutalidad, por su inhumanidad, por su falta de amor. Por robar a manos llenas desde sus despachos. No van con el mandoble en mano; tienen sus mercenarios. No son simples tironeros; son los dueños del petróleo, del gas, de la electricidad, de las armas. Acumulan riquezas y poder; esas son sus metas, sus aspiraciones, sus ideales.
Así que yo que creía, y que buenamente creo, en el devenir de un mundo justo e igualitario, en esta tarde de primavera, tengo en mi cabeza la letra de ese hermoso e irónico tango: ‘Cambalache’, y me trago mi optimismo o idealismo, o simplemente utopía como queramos llamarlo, mientras tarareo “ Que el mundo fue y será una porquería/ ya lo sé…/ En el quinientos diez,/ y en el dos mil también/ pero que el siglo veinte,/ es un despliegue,/ de maldad insolente,/ ya no hay quien lo niegue…”.
Bien parece que el siglo veintiuno quisiera superarlo.
Tarareo, y como no quiero dejar mi marcapáginas en el aire, os voy a hablar de una novelita que dice mucho de lo anteriormente expuesto. Se trata de La hojarasca, de Gabriel García Márquez. La historia transcurre en Macondo, un pueblecito forjado por algunas familias en los márgenes de un río. Así nos lo cuenta el narrador: “Después de la guerra, cuando vinimos a Macondo y apreciamos la calidad de su suelo, sabíamos que la hojarasca había de venir alguna vez, pero no contábamos con su ímpetu”.
La hojarasca era eso, el tumulto que aparece ante las perspectivas de la ganancia. Era buena tierra y llegó la compañía bananera con todo lo demás: el tren, la electricidad, la prostitución, el juego, el alcohol… Llegaron hombres y mujeres que cambiaron la fisonomía de aquel poblado. Pero un buen día, tal como vino, la hojarasca se fue después de que la compañía bananera dejara el pueblo. ¿Y qué quedó en Macondo tras el paso de la hojarasca? Nada. Sólo el zumbido de la central eléctrica.
El final queda completamente abierto; uno de los personajes nos dirá: “No pasará nada, lo más probable es que nadie se acuerde de lo que pasó”. Este olvido, lejos de ser un alivio se convierte para el lector en un hecho amargo porque viene a decirnos lo poco que vale a veces la memoria colectiva; lo pronto que la colectividad puede olvidar.
Pues eso; el mundo está lleno de pequeños y grandes Macondo. Por ellos pasa la hojarasca, los poderosos, expoliándolo. Suelen decir que llevan buenas intenciones, pero lo cierto es que arrasan y se van.