La invisibilidad
Seguro que habrá quienes, en algún momento de sus vidas, hayan fantaseado con la invisibilidad. Una ilusión, un juego mental que suele aparejar dos variantes en las que compiten el héroe y el villano.
Ser invisible para enmendar y corregir injusticias, o para ejercer eso tan denostado, pero a la vez tan extendido, como es el cotilleo, el fisgar, oír, saber, sin que los demás sepan que sabes.
Sin embargo, la invisibilidad tiene más desventajas que provecho. No es necesario padecer un accidente de laboratorio como es el caso del protagonista de la novela Memorias de un hombre invisible, un joven asesor financiero que, en un plis plas, sin proponérselo, adquiere un valor incalculable para los que serán sus perseguidores, y que habrá de luchar hasta la extenuación para sobrevivir en solitario ahora que ha perdido la corporeidad. Precisamente su no estar de cuerpo presente es lo que le confiere ese alto potencial. La moraleja es clara, si los poderes económicos y gubernamentales (que vienen a ser casi lo mismo) advierten que puedes resultarles rentable, la invisibilidad no te servirá de nada. Irán a por ti, cueste lo que cueste. Dinero, medios y rastreadores no les faltan.
Decía antes que no es necesario llegar al extremo de que se produzca un fallo molecular y quedes tan transparente como el metacrilato. Muchísimas personas, de cuerpo bien tangible y visible han pasado socialmente a la invisibilidad. Si no son susceptibles de provecho o utilidad alguna se les deja ir de acá para allá. Se les deja aparcar en el suelo ante un supermercado o durmiendo a la intemperie. Son los pobres de solemnidad, los parias. Otros no tienen tanta suerte. Basta que alguien se fije en ellos, que piensen para sí qué tipo de rentabilidad pueden obtener de esos seres que nadie ve, que nadie siente, y ponen en marcha los mecanismos para, de esa nada aparente, llenar sus cuentas bancarias. Pienso por ejemplo en la trata de personas, o en el tráfico de órganos, o en esa esclavitud soterrada de nuestros días, que se ejerce sobre los temporeros migrantes del sector agrario en nuestra avanzada y culta Europa.
Hay un refrán que dice tanto tienes tanto vales. Pero aquellos cuya única fuente de riqueza es eso tan anodino e insoslayable como seguir respirando, también tienen un precio: el que tasa por ellos el mercado. Y, quienes mejor que los invisibles, de los que nadie puede dar cuenta, por quienes nadie preguntará si un día faltan, para hacer negocio redondo.
Pasa igual con los territorios, con los países a los que llamamos pobres o tercermundistas. Con los que son asolados por el hambre y las guerras. Los que son regidos por tiranos o por democracias más o menos débiles y sostenidas por intereses extranjeros. Si no tienen nada, porque ya han sido esquilmados, son invisibles, se los deja estar. No hay motivo de preocupación alguno aunque sus habitantes mueran de inanición o acaben bombardeados hasta el aniquilamiento. Pero si en las entrañas de esos países todavía laten el petróleo y el oro, los gigantes de la economía despliegan todas sus fuerzas y toda su hipocresía, se abren las bocas amplificadas con palabras como libertad y democracia y se tiende la mano a los habitantes del país en cuestión, sólo que esa mano, generalmente, no es para dar, sino para tomar, de grado o de fuerza.
Así que no. La invisibilidad no es una opción deseable ni siquiera como fantasía. Yo, puesta a fantasear lo haría con la idea de un mundo donde el crimen, las armas, las guerras, la violencia, la explotación, el despilfarro, y las grandes riquezas desaparecieran de la faz de la tierra. Y perdonad si la columna de hoy parece un cuento de terror. La culpa es de H.F. Saint y sus Memorias de un hombre invisible.