La pobreza
La pobreza es siempre mal venida. No cae bien. A lo sumo, se la mira de soslayo, se pasa rápido por su lado o se le deja caer alguna migaja: las sobras del banquete.
La pobreza es una rendija en la puerta, un cristal roto en la ventana, una mancha de humedad en las paredes, la tristeza de la cocina desabastecida, el miedo agarrado al estómago cuando sientes que todavía queda mucho para fin de mes y no llegas, por mucho que te esfuerces calculando el debe y el haber con los bolsillos vueltos. La pobreza tiene los zapatos gastados y la ropa usada, se abre paso entre los contenedores de los supermercados o se sienta en la calle con un trozo de tela y unas monedas de asilo.
La pobreza extrema no tiene techo, pasa el día de acá para allá, parada ante los escaparates con mirada ausente, siempre callada porque, por no tener, ni siquiera tiene palabras.
Lo que sí tiene son estudios. Esos que nos dicen que unos 1.300 millones de personas viven con poco más de un euro al día, o que más de 20.000 niños mueren a diario por no tener acceso a los servicios sanitarios básicos. Son cifras de Amnistía Internacional. El mundo es grande y esas cantidades puede que nos quede lejos, pero no os preocupéis que también tenemos nuestras propias estadísticas. Según datos publicados por el INE, en nuestro país hay 12,7 millones con el rótulo de pobres colgado al pecho. Porque la pobreza no es sólo cuestión de tener qué llevarse a la boca, no es sólo cuestión de tener unos ingresos mínimos, con ser ambas cuestiones de vital importancia. La pobreza es no poder tener acceso a una vida digna: trabajo, vivienda, sanidad, educación y cultura. Mientras esto no se cumpla, podemos decir que, como sociedad, vivimos en precario; porque si repasamos un poco, vemos que la tasa de paro todavía tiene umbrales preocupantes, la vivienda se ha convertido en artículo de lujo, la sanidad sufre desde hace bastantes años un proceso de privatización espectacular y la educación le va a la zaga. En cuanto a la cultura, ese espacio en el que disfrutar de un tiempo de ocio enriquecedor, constructivo y comunicativo, mal se aviene si lo otro falla. ¿Quién disfruta de un concierto cuando su vida diaria es una lucha por la subsistencia?
Así que, vuelvo a repetir, vivimos en precario por mucho que nos creamos que lo que le pasa a esa persona a la que apenas miramos no nos pasará nunca a nosotros.
Un capricho del azar. Una crisis económica, de esas que siempre benefician a los más ricos, o cualquier loco en el poder, al que guste jugar con el globo terráqueo, puede hacer girar nuestro universo personal ciento ochenta grados.
Hay escritores que saben contar lo que sienten esas personas a las que se les ha arrebatado todo. Stefan Zweig lo hace en La embriaguez de la metamorfosis, poniéndonos por delante dos vidas maltratadas que se unirán para hacer lo único que les resta y decir adios a un mundo de miseria y desdicha.
Un mundo de tonos grises, lacerante y vacío para ella, que aun teniendo un empleo no le llega para decir: estoy viva, siento, duermo tranquila. Él, un joven que perdió sus mejores años luchando por su país en una guerra que lo devolvió vencido e incapacitado. Ambos sienten cómo los miran los que están al otro lado, los que sí viven en la quietud y el placer que da el tener lo necesario. Cómo los miran y cómo los rechazan.
Decía Eduardo Galeano que “pobres, lo que se dice pobres, son los que no saben que son pobres”, y la poeta Patricia Olascoaga apunta: “Detrás de una camisa de tres euros hay dos pobres: el que la compra y el que la cose”.
Y yo, sinceramente pienso que a los estudios sobre la pobreza le faltan números.