La risa
La risa es contagiosa; cuando se escucha una risa de verdad, es difícil no volver la cabeza para ver qué está pasando y girarnos ya dispuestos y preparados para secundarla.
Hay autores a los que les debo más de una carcajada, entre ellos está Toole con su divertidísima Conjura de los necios, o Eduardo Mendoza y su personaje salido del manicomio y protagonista de la espléndida trilogía que cerró La aventura del tocador de señoras. Por cierto, más tuve que reírme, por no llorar, el día que un doctor en filología tachó este libro (El tocador de señoras) de la lista de una posible compra por, según su criterio, ser un libro pornográfico. Todavía me dura la incredulidad y la risa. Si Eduardo Mendoza lo supiera también se reiría.
La risa es terapéutica. Es lo que nos alivia del peso, de la gravedad de la vida.
En esta tarde tórrida, apelmazada, en la que todo parece haber quedado en suspenso, en la que el aire es pesado y el cuerpo solo quiere reposo y agua fresquita, en la que hasta el pensamiento se hace lento y cuesta lo suyo centrarse en algo que no sea la ilusión de la orilla del mar; en esta tarde de finales de julio, un mes que se despide habiéndose llevado a uno de los autores de las tiras cómicas de mi infancia y de la de mis hijos, reivindico la risa, el humor, y me llego a las habitaciones que guardan celosamente la niñez y la adolescencia de mis niños; siempre son niños en nuestros corazones, por mucho que ya dejaran el nido y estén volando sus propios cielos.
Aquí están, en sus estanterías, todos los libros que fueron llenando los momentos de pijama cuando aún no sabían leer, o cuando ya sabiendo, les encantaba la lectura en voz alta del cuento de cada noche, que como un rito, como un espacio protegido por el silencio, reclamaba mi voz dando emoción al libro escogido. Así, noche tras noche, hasta que decidieron que ya no, que ya estaban preparados para gozar en soledad de esos momentos. Y la media hora de lectura nocturna se fue alargando a una hora y más, cada vez más, hasta que teníamos que intervenir.
— Ya es hora de apagar la luz -les decíamos.
Eran los años en los que descubrieron que una historieta ilustrada les hacía reír a carcajadas. Aquí están, a la vista y siempre a mano, las historias de Mortadelo y Filemón, El botones Sacarino, Pepe Gotera y Otilio, Rompetechos o la inigualable 13, Rue del Percebe.
Nosotros, los de mi generación, cuando teníamos a mano el tebeo nos reíamos de lo absurdo de las situaciones al mismo tiempo que veíamos reflejado un entorno que nos resultaba familiar. ¿No es acaso 13, rue del percebe una pequeña radiografía de la vida de los perdedores? ¿No son los personajes de Ibáñez la parodia hilarante del fracaso? Sí, hay todo un tratado del fracaso en esas historietas. Se reflejaban en ellas unos seres imperfectos; cotillas, mediocres, chapuceros e indigentes. Pero acaso sea en esa agencia de desastres, la T.I.A. donde Ibáñez se reía y nos hacía reír más y mejor con esos dos sublimes incompetentes: Mortadelo y Filemón, capaces de las más extravagantes y desternillantes aventuras, en las que si acertaban en la diana era por casualidad, y siempre provocando el caos a su alrededor.
Hoy, en esta tarde de canícula, reivindico la risa, esa hija del humor, de lo cómico, de lo burlesco y del absurdo, mientras imagino a Ibáñez preparando su siguiente historieta. La carcajada está garantizada.