Pasa la vida

Pablo Milanés canta “el tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos”, y en seguida se me viene a la cabeza Violeta Parra, con su “volver a los diecisiete”.

Entre tanto, “pasa la vida / y no has notado que has vivido cuando/ pasa la vida”; la reflexión por sevillanas, que se hacía Rafael Romero Sanjuán y que  tanto escuchamos en la versión de Pata Negra, me sigue por la casa.

Siglos atrás, Jorge Manrique en las coplas a la muerte de su padre nos dejó todo un tratado filosófico de este tránsito que llamamos existencia: “Nuestras vidas son los ríos / que van a dar a la mar/ que es el morir… Y mucho más lejos en el tiempo, Heráclito nos legaba uno de los aforismos más citados: ningún hombre puede bañarse en el mismo río dos veces; o sea, que todo está en perpetuo movimiento y cambio.

Así podríamos echar un buen rato, porque tinta se ha derramado en abundancia sobre este tema en el que quien más, quien menos, ha cavilado lo suyo. 

El que somos vida y vamos cambiando al vivirla; el que con nuestra propia respiración nos vamos oxidando, y que tiene que llegar el momento, a nadie le gusta, de que pasemos delante del espejo sin hacernos mucho caso, como si ese reflejo no nos perteneciera del todo; eso es irreparable. El desgaste físico es algo contra lo que se puede lidiar, pero nunca vencer. Y que un día hemos de morir, es de Perogrullo.

Pero hay algo que últimamente preocupa, o por lo menos se está visibilizando más que en otras épocas. Se trata del sentimiento de soledad no deseada que experimentan nuestros ancianos, hasta el punto de que ya hay una comunidad autónoma que promete crear una Consejería de Soledad y Asuntos Sociales. Sinceramente, no creo que eso ayude para nada. ¡Ojalá me equivoque!

Siempre he sentido una ternura inmensa por las personas mayores, los viejos, los que trasiegan con impedimentos y enfermedades, o los que llegan a ese estadio de la vida con la mirada lúcida y un saber secreto en los pliegues de su frente y en el fondo de su espíritu. Son personas que lo han dado todo en este paseo finito que es el vivir.

Y es triste pensar que después de tantos trabajos, amores, esperanzas, inquietudes, sinsabores y alegrías; de compartir y experimentar, cuando llegas a los últimos años, te sientas más solo que la una, aparcado  y en espera del acto final.

Hace un tiempo, los mayores se sentaban al fresco a contar historias; siempre tenían auditorio asegurado entre la chiquillería. Vivían en sus casas, comían con sus cucharas, se arrullaban con sus sábanas, morían entre los suyos y tenían el respeto que merecían.

Pero ojo, que en este río de la vida vamos todos, y lo que estamos hoy construyendo, jardín o erial, será nuestra casa mañana, el lugar en el que quizás nos hagamos las mismas preguntas que reitera en su canción Silvio Rodríguez: “¿A dónde va lo común, lo de todos los días? / ¿A dónde va la sorpresa casi cotidiana del atardecer? / ¿A dónde va el mantel de la mesa, el café de ayer? / ¿A dónde van los pequeños, terribles encantos que tiene el hogar? / ¿Acaso se van?/ ¿Y a dónde van?“

Y cuando nos preguntemos esto, qué bueno sería tener a alguien a nuestro lado, una mano que nos de calor. En ese calor, seguro, está la respuesta.