Son flechas caídas del azul

¡Árboles!/ ¿Habéis sido flechas caídas del azul?/ ¿Qué terribles guerreros os lanzaron?/¿Han sido la estrellas?/ Vuestras músicas vienen del alma de los pájaros/ de los ojos de Dios/ de la pasión perfecta./ ¡Árboles! Conocerán vuestras raíces toscas/ mi corazón en tierra?

Federico García Lorca
 

Años atrás, íbamos de senderismo por el Parque Natural de los Reales de la Sierra (Genalguacil), cuando nos encontramos con este poema grabado en un panel. Allí, descansando un momento, entre el intenso arbolado y admirando el pinsapar, leímos estos versos como si de una oración se tratara. Tan cerca nos creíamos de eso que llamamos cielo, que sólo podíamos sentir gratitud.

García Lorca lo dedicó a los pinsapos. Yo lo hago extensivo  a toda especie arbórea. Mucho más en este verano tan caluroso y aciago en el que hemos visto arder miles de hectáreas de nuestro más preciado paisaje. 

En estos momentos, vuelvo a leer el poema e imagino  a Lorca contemplando estos inmensos amigos clavados a la tierra, dignos en su porte, inamovibles, fuertes. Me lo imagino pensando en sus raíces, dedos que se extienden y abrazan la tierra muy adentro, acunándola, sosteniéndola, compactándola, transmitiéndole fortaleza para que las torrenteras no acaben desplazándola a otros lugares; porque los árboles aman la tierra en la que están asentados y saben cuidarla.

Cuando paseo entre ellos, soy consciente de que me  adentro en un  paraíso de verdor y frescura tan vital como hermoso. Me hechizo con sus copas, ese  hospedaje y auditorio donde  las aves vierten sus cantos.  Esas masas de hojas que juegan con las tonalidades del verde, de la plata, del dorado, del cobre.

Me conmueve la generosidad de estos gigantes que humedecen el entorno, favorecen la lluvia y cuidan de que el agua no se pierda, ayudando a almacenarla, guiándola hacia los acuíferos. Estos enormes cuidadores que  limpian el aire que necesitamos para que podamos seguir diciendo: aquí estoy. Sigo vivo. Respiro.
 Sí. Creo que la pregunta de Lorca era retórica. Él sabía bien que los árboles son flechas caídas del azul. Todo nuestro planeta, nosotros mismos, somos polvo de estrellas, estamos hechos de la misma pasta. Participamos, mientras podemos, de esto que llamamos vida, aunque muchos pasen por la existencia sin saber para qué carajo han venido a este mundo. Somos naturaleza, cosa que parece no gustar a determinadas personas,  más propensas a dominar y a destruir cuanto les rodea.

Pero ni quiero ni voy a buscar responsables. No es necesario. Todo aquel que tenga dos dedos de frente sabe que  la negligencia y el descuido de algunos,  la  escasa o nula atención política de los gobernantes por nuestros parajes naturales, y la pura maldad  de ciertos individuos son los sumandos de estas catástrofes.

Que está haciendo demasiada calor, es obvio. Que nuestros montes y bosques están abandonados, también.

Así que lo siento, pero esta columna, aunque nuestras costas estén de  fiestas permanentemente y las multitudes vayan de feria en feria, no es una columna alegre.

Estamos viviendo un verano triste,  un verano de pérdidas importantes. Los árboles de mi jardín se lamentan. Cuando la noche apaga los ruidos de la ciudad, puedo escucharlos. Mueren los árboles, muere la vida que con ellos se sostiene. Yo también muero un poco.