Ser caminante
Yo he hecho el Camino de Santiago. Es una experiencia que no podré olvidar. Fue hace tres veranos, y volví convencido de que todo el mundo debería hacerlo alguna vez; de que, incluso, debería convencer a mis amigos para que, cuando pudieran, lo hiciesen.
Existen teorías variadas de por qué se hace el Camino de Santiago. Unas apelan al sentido religioso, otras a la salud física, a la mentalidad aventurera, a la curiosidad…
Levantarse temprano, coger tu mochila, calzarte de decisión y emprender una ruta orientada a una meta final, lejana, pero que cada día se acerca un poquito, es una ‘aventura’ que se adoba con compañeros de viaje, paisajes hermosos, gastronomía maravillosa, sentimientos desconocidos, y descubrimientos sorprendentes.
Durante el camino de Santiago se descubren mentalidades, amigos, motivaciones, visiones de la vida, concepciones del universo… Se descubren costumbres, roles, capacidades, ángulos de visión… ¡Buen camino!, nos espetan a cada paso cuantos peregrinos se cruzan con nosotros, porque se han detenido a descansar, porque te adelantan, porque siguen otro carril, incluso porque regresan a un punto previo de salida…
¡Buen camino! Es la frase mas oída -y luego pronunciada- por cuantos siguen la senda peregrina.
Hay distintos caminos, en longitud y de parajes, pero, en todos los casos, conducen al mismo sitio y tienen características similares. El más famoso es el camino ‘Francés’ que viene de la vieja Europa, el que, según la tradición, creó a la propia Europa. La unió. Es un camino para descubrir el arte románico, para paladear la génesis de la espiritualidad, para retratar modelos humanos y concepciones del devenir, para dejarnos admirar por lo misterioso, lo ancestral, lo sugerente.
Los últimos cien kilómetros son tarea obligada para quienes quieran obtener ‘la compostelana’, acreditación apreciada por quienes culminan el objetivo peregrino, que certifica oficialmente que el peregrinaje ha sido exitoso.
Hacer el Camino de Santiago está lleno de símbolos, de propuestas, de significados sorprendentes, de sugestivos encuentros. Tengo amigos que han hecho el camino varias veces, y me cuentan que, cada vez les ha resultado distinto, si bien siempre ha sido culminado con experiencias vitales inolvidables, plenos de sensaciones que invitan a repetir.
Yo hice el Camino de Santiago con un objetivo extraño, poco usual, relacionado con Fray Rafael de Vélez -el ilustre capuchino veleño Manuel José Benito de Anguita y Téllez (1777-1850)-, que fuese arzobispo de la histórica Santiago de Compostela. Ya hablé de esto y lo expliqué en esta misma columna, en un artículo que se llamó El corazón de Vélez.
Pero no hay que tener ningún motivo concreto para caminar. La vida consiste en eso: caminar. Caminar intentando acercarnos a algún objetivo. Caminar para avanzar, porque, cuando se avanza, se adelanta. Ello es lo que buscamos todos: crecer, avanzar, adelantar, progresar… Y, haciendo camino, compartiendo experiencias.
A veces, también, se da el caso de que, durante el camino, descubrimos que no sabemos con claridad hacia dónde vamos. Cuando ocurra, al menos -como dice el proverbio africano- debemos saber, siempre, de dónde venimos.
Caminar, caminar, caminar… Eso es vivir.
¡Buen camino!