Emoticonos & Cía

Artículo de Jesús Aranda

Quien suscribe, comprueba cada día con cierta pena y desazón cómo proliferan en nuestro quehacer diario los emojis, emoticonos, gifs y otros símbolos e imágenes que sustituyen al lenguaje tradicional e imponen una forma de comunicación que intenta suplantar al mensaje escrito, más rico y cargado de emoción. 

Esas pequeñas imágenes, iconos digitales o símbolos se usan en todo tipo de comunicaciones y mensajes electrónicos para representar una emoción, un objeto, una idea e, incluso, el estado de ánimo del emisor o el tono del lenguaje. Y me temo que se están imponiendo, si no lo han hecho ya.

Los emojis (del japonés emoji, e ‘dibujo’ y moji ‘signo de escritura’), emoticonos (del inglés emoticon, y es­te de emotion ‘emoción’, e icon ‘icono’) y gifs (de Graphic In­terchange Format, en español, formato gráfico de intercambio) son, junto a Whatsapp, Twitter, Instagram, etc., cada uno con menos palabras y más imágenes, los reyes de la comunicación en la actualidad.

¿Alguien se acuerda de aquella canción que interpretaban Julio Iglesias y Raphael, que se llamaba A veces llegan cartas? Entre otras cosas, decía: “A veces llegan cartas con sabor amargo, con sabor a lágrimas. Son cartas que te hablan de que en la distancia el amor se muere. A veces llegan cartas con sabor a gloria, llenas de esperanza. A veces llegan cartas con olor a rosas que son fantásticas. Son cartas que te dicen que regreses pronto, que desean verte, que te dan la vida, que te dan la calma…”.

Recuerdo cuando cumplía el servicio militar, a principios de los años 80, cómo esperaba ansioso (aparte de los paquetes de comida que me enviaba mi madre) esas cartas de algún familiar, de los amigos, de la novia. Como en esas escenas de algunas películas bélicas, en las que el sargento reparte la correspondencia a los soldados destinados en algún conflicto injusto y lejano. Eran, efectivamente, momentos de alegría, de ilusión, de paréntesis positivo a esa sinrazón de la mili o, aún peor, de la guerra.

Recuerdo también, antes de la invasión de las nuevas tecnologías de la comunicación, cómo me gustaba enviar en Navidad tarjetas de felicitación escritas por mí, con un mensaje personal y exclusivo a familiares y amigos. Y, aunque alguno de ellos se extrañaba de que, viviendo relativamente cerca y viéndonos de forma ocasional, se las les enviara, yo persistía en ello.

Podría contar otras muchas anécdotas al respecto, pero seguro que a cada uno de ustedes les viene a la mente alguna situación donde personas que están físicamente muy cerca, se encuentran realmente muy lejos de quienes tienen al lado. Prevalece el mínimo esfuerzo y el lenguaje simplón y reduccionista de los emojis y demás jauría tecnológica. 

Para más inri, Christophe Clavé, profesor de la Escuela de Estudios Superiores de Comercio de París, y autor del libro Los caminos de la estrategia, afirma que “los estudios han demostrado cómo parte de la violencia en las esferas públicas y privadas proviene directamente de la incapacidad de describir las propias emociones a través de palabras. Sin palabras para construir el razonamiento, el pensamiento complejo se hace imposible. Cuanto más pobre es el lenguaje, más desaparece el pensamiento”.

También afirma, en un artículo que tituló El déficit del coeficiente intelectual de la población, que parece que el nivel de inteligencia medido por pruebas está disminuyendo en los países más desarrollados. Puede haber muchas causas de este fenómeno. Uno de ellos podría ser el empobrecimiento del lenguaje. De hecho, diversos estudios demuestran la disminución del conocimiento léxico y el empobrecimiento del idioma: no sólo se trata de la reducción del vocabulario utilizado, sino también de las sutilezas lingüísticas que permiten elaborar y formular un pensamiento complejo. 

El salto al vacío que supuso el intercambio del lenguaje escrito (y oral)  por esta nueva parafernalia simbólica ocurría al mismo tiempo que la civilización se adentraba en la revolución digital, y en la que todos, unos más otros menos, hemos caído. Y, aunque muchos de ustedes ya saben que “no me gusta ir donde va Vicente”, debo reconocer que también he caído en las redes de la comodidad del uso de esos símbolos, aunque lo haga de forma ocasional y a regañadientes conmigo mismo. 

Pero eso son los tiempos que vivimos y, como en tantos otros asuntos, dependerá principalmente de cada uno de nosotros que mantengamos el nivel de una buena comunicación “a la antigua”, con conversaciones en persona y llamadas de teléfono, sí, pero también con notas, cartas y mensajes escritos, que son, sin duda, la mejor forma de decirle a nuestros semejantes lo que pensamos, hacemos o sentimos, con la palabra. Pero, ya puestos, me despido con uno que resume lo que siento al respecto: