Lo importante y lo urgente
Quiero pensar que soy un hombre ordenado. Desde hacer listas de la compra, hasta programarme el día una vez que me he levantado. Así, cada mañana miro hacia el horizonte que la jornada me plantea y trato de acotar, de ponerme de acuerdo conmigo mismo, que no siempre es fácil, sobre cuál será el recorrido que tengo, debo o quiero hacer durante las siguientes veinticuatro horas. Eso parece que me da una certeza total, una seguridad de cómo se desarrollará mi vida en ese corto lapso de tiempo.
Ya ven que parece exagerado porque, qué es la vida sino incertidumbre, devenir azaroso, riesgo, suerte, contingencia… Aventura, en definitiva. Como decía John Lennon: “La vida es aquello que te pasa mientras estás ocupado haciendo otros planes”.
No todos sabemos lo que queremos hacer con nuestra vida. Ni siquiera nos planteamos el reto de intentar ser felices cada día. Entonces, quién puede saber lo que hará mañana si ni siquiera se conoce bien a sí mismo. Así, en este conflicto de certezas y casualidades en que me muevo, he tenido que llegar a tomar una decisión: discernir entre lo urgente y lo importante.
Seguro que muchos de ustedes habrán pensado enseguida: “Pues primero, claro está, lo urgente, como su propio nombre indica”. Algunos creerán que lo importante siempre es primero. Y otros habrán puesto en el mismo nivel tanto lo uno como lo otro.
Urgente es lo que es necesario acometer sin excusa, o no, si consideramos que no es importante. Las tareas importantes, por su parte, son -o deberían ser- las que tienen mayor interés para nosotros. Pero veamos un ejemplo que ocurre todos los días y analicémoslo. Si suena mi teléfono móvil, -algo urgente-, tengo dos opciones: O lo dejo todo, desde conducir con atención, hasta una conversación interesante, y descuelgo lo antes posible, o apago el móvil y sigo con lo que estaba haciendo, que me parece en ese momento más importante. ¿Con cuál nos quedamos?
Así, deberemos esforzarnos en saber, según nuestra escala de valores y obligaciones, qué es una cosa y la otra. El truco de una buena organización de tareas consiste en tratar de evitar que las tareas importantes se conviertan en urgentes. Para conseguir esto, solo tenemos que planificar adecuadamente. Y en eso estamos.
Se atribuye al presidente norteamericano Eisenhower esta frase:“Lo importante rara vez es urgente, y lo urgente, rara vez es importante”. De ahí salió el llamado método o principio Eisenhower, que se puede aplicar en el día a día, ya sea en el trabajo o en casa, porque a veces nos centramos demasiado en las tareas menos urgentes, aunque importantes, que a menudo suponen un tiempo innecesario, tiempo que se echará en falta cuando haya que centrarse en ellas. Con este principio podremos tener una base para establecer con sensatez cuáles son las prioridades y optimizar la gestión de nuestro propio tiempo, ordenando las cosas que tenemos o debemos hacer por importancia y urgencia.
Así, he aprendido que ser ordenado no consiste solo en tenerlo todo programado y organizado, sino en establecer con sensatez cuáles son las prioridades y optimizar la gestión de nuestro propio tiempo. Y, lo puedo asegurar, si nos lo proponemos hay tiempo para todo.
¿Cómo funciona el método Eisenhower? Pues simplemente estableciendo una jerarquía en el sentido de que primero habrá que dedicarse a lo importante si es urgente, y habrá que hacerlo de inmediato. Después a lo importante no urgente, que se planificará con exactitud y se resolverá. A continuación, podremos prestar atención a lo que no sea importante pero sí urgente -donde también podremos delegar en alguien si se da el caso- y, por fin, dejaremos para el final lo que no es importante ni urgente, que podremos, incluso, desecharlo o archivarlo.
Algunos dirán que prefieren verlas venir y que, según sople el viento, remarán en un sentido o en otro, o en el peor de los casos, se dejarán arrastrar por él. No está mal, pero parece que si nos ponemos a merced del viento, este nos puede arrastrar a donde no queramos ir. “Ve a donde el viento te lleve”, decía un filósofo antiguo, con la certeza de que el destino es quien toma la partida.
“Virtú e fortuna”, decía Maquiavelo, que entendía que la virtud es la capacidad personal de dominar los acontecimientos y de realizar, incluso recurriendo a cualquier medio, el fin deseado. Por fortuna, entendía que el curso de los eventos no depende de la voluntad humana.
De todos modos, parece que lo que uno consigue no depende del todo ni de la virtud ni de la fortuna, es decir, ni todo por el mérito o esfuerzo personal, ni todo por el favor de las circunstancias, sino por una y otra causa, aunque sea en desigual proporción. Lo que importa, en cualquier caso, es que persigamos lo que amemos.