¿Jubilados?

Artículo de Jesús Aranda

Uno de los orígenes más comúnmente aceptados de la palabra jubilación es del latín jubilare, que significa gritar de alegría. Pero, cabe preguntarse: ¿En todos los casos el jubilado grita de alegría cuando deja de trabajar? Obviamente, es un gran júbilo cuando el trabajador se retira de un trabajo del que está cansado o que lo oprime, pero todo lo contrario cuando es un trabajo que lo enriquece y con el que disfruta. Así, el fin de la actividad profesional puede ser liberador para unos y traumático para otros, según vaya acompañado de un sentimiento de júbilo y plenitud, o de aburrimiento y de no saber qué hacer.

Lo cierto es que es un gran privilegio convertirse en dueños de nuestro propio tiempo, en administradores de ese reloj de la vida que, si no pasa algo extraordinario o algún fatalismo, podemos organizar a nuestro antojo y según nuestras posibilidades.

Pero en nuestra cultura occidental, llena de prisas y de un cierto culto a lo nuevo y de última generación, tendemos a pensar en los jubilados, y por ende, en nuestros mayores, como personas en la reserva, casi como una carga, como trastos que ya no utilizamos y que, por lo tanto, dejan de tener utilidad, salvo la de hacernos algunos recados o encargarse de nuestros nietos, porque en muchos casos jubilado es sinónimo de abuelo.

Y si eso tiene arreglo es estrechando los lazos intergeneracionales, fomentando el respeto hacia las personas mayores desde pequeños y, como dice la escritora Irene Vallejo, “alimentar vínculos es­trechos y amorosos en los que se fomente el interés por aprender de la experiencia y de las vivencias que han tenido las personas mayores” pues si no, “hoy más que nunca, corremos el riesgo de romper los vínculos legendarios entre la juventud y la vejez”.

A lo largo de la historia y en las culturas más antiguas, el papel de los mayores fue siempre vital para el progreso de las mismas. Es del todo inaceptable que en nuestra sociedad no se tome la conciencia debida de la consideración de este amplio grupo de personas, y no quiero pensar mal, pero dejar a las personas mayores al margen porque ya no nos sirven o les  otorgamos escaso valor, dice mucho de la sociedad que con grandísimo esfuerzo ellos, nosotros, ayudamos a construir.

Nuestra sociedad no ha tenido ninguna sensibilidad ni imaginación para conjugar el merecido disfrute de la edad del júbilo, con seguir contando, de alguna forma, con todos aquellos que quieran, puedan o necesiten seguir siendo miembros ‘activos’ del sistema. No en balde, a los jubilados, nos llaman clases ‘pasivas’, lo cual denota una cierta falta de consideración y menosprecio. Y no hay que resignarse, amigos.

Ahora que llevo algún tiempo disfrutando de ese privilegio que hemos conseguido gracias al sufrimiento y la lucha de generaciones anteriores, compruebo que está muy bien eso de no tener que ir a trabajar todos los días, de gestionar nuestro tiempo y de tener garantizado una pensión que, más o menos, cubra las necesidades básicas. Pero, por otro lado, cuando uno se siente un poco más sabio, con esa modulación vital que te da la experiencia y con ganas de seguir aportando algo a la sociedad, tanto profesionalmente como en otros ámbitos, es cuando parece que cuentan menos con nosotros. 

Como escribo hoy y comparo mi vida con donde estaba en mi época de juventud, literalmente puedo decir, que, tal vez, me siento mucho más joven ahora. Forever Young, que cantaba Bob Dylan. Claro que parezco más viejo, sobre todo cuando paso por el ritual más o menos diario del afeitado y no puedo evitar decirme a mí mismo: “Uf, cómo has crecido, chaval; ya te has hecho mayor”. No sé por qué la persona dentro de mí dice esas palabras cada maldita vez que me afeito o me miro al espejo, pero lo hace. Por suerte para mí, paso pocos minutos al día frente a un espejo. 

Vamos a aclarar esto, mi “mucho más joven ahora” no tiene nada que ver con mi apariencia. Se trata de sentirse, espiritual y emocionalmente, más joven. Los estragos del tiempo son entendidos por todos a medida que envejecemos por nuestra forma y apariencia física, que va menguando. En lo que no se fija casi nadie es en la madurez y plenitud de nuestros conocimientos, afectos y emociones, porque no saben que llevamos otra especie de impulso juvenil con nosotros, que expandimos a medida que sumamos años. En este sentido, resulta paradójico cómo muchas personas más jóvenes se sienten avergonzadas de su cuerpo y cómo muy pocos lo están de su mente.

En fin, este club de mayores no quiere ser invisible y quiere seguir construyendo y mejorando la sociedad en que vivimos, queremos seguir amando, disfrutando y compartiendo ese regalo que es la vida y, por puro pragmatismo, recomiendo a cualquiera que lea esto y no pertenezca a este selecto club, que no se vean obligados a “poner sus barbas a remojar porque vean las de sus mayores cortar”.