Palabras de destrucción masiva
Estamos asistiendo desde hace tiempo a un incremento exponencial de la violencia verbal en muchos de nuestros políticos.
En algunas instituciones, sobre todo en el Congreso y el Senado, que deben representar los intereses de los ciudadanos y la soberanía del pueblo español, la escalada de insultos, palabras gruesas, descalificaciones personales y discursos histriónicos, se está convirtiendo en la verdadera protagonista de la acción de sus señorías, que reciben, precisamente, este tratamiento por la dignidad del cargo que ocupan.
Parece que muchos de nuestros presuntos representantes ignoran cuál es su auténtica función, que no es otra que la de ponerse de acuerdo para lograr el bien común, teniendo en cuenta las demandas ciudadanas y el mandato constitucional y basándose en la realidad de las cosas, no en el color del prisma con el que ellos las observan de forma interesada. Así, es inadmisible que los gritos e insultos que se profieren en tan dignas instituciones les impidan considerar las exigencias de sus auténticos patrones, nosotros, y que dejen de ver las cosas de la manera que ellos quieran, no como son en realidad y abandonen ese sesgo cognitivo que tiene graves consecuencias a la hora de entender y afrontar importantes hechos que afectan a nuestra vida en sociedad. Tampoco deben olvidar algunos, sobre todo los que se consideran más españoles y “mucho españoles”, que todas sus señorías, todas, son representantes legítimos de los ciudadanos que los han votado y que sus afirmaciones y argumentos han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas, aunque critiquen su acción política.
A ese respecto, me viene a la cabeza el recuerdo de un programa de debate que inició su andadura en plena transición democrática española, “La clave”, dirigido y moderado por el periodista José Luis Balbín. Su emisión estuvo marcada por el tratamiento de cuestiones controvertidas y delicadas, con invitados que aportaban puntos de vista diferentes y encontrados en torno a temas que hasta la fecha, por la existencia de la dictadura franquista, habían sido tabú en los medios de comunicación, pero mantenían unas normas de participación donde destacaba la ausencia de insultos, ataques personales, descalificaciones o cualquier expresión que se alejara de los cauces correctos de la discusión. Criticar sin insultar y escuchar para aprender.
La legitimidad de los participantes, políticos y personalidades del mundo de la ciencia y la cultura, en ese prestigioso programa venía por la palabra, por su experiencia y conocimiento, no por la imagen ni por argucias dialécticas. Por ello, desconsuela bastante el nivel de crispación, bajeza de miras y nivel democrático ínfimo que algunas de sus señorías abanderan, consiguiendo que la ciudadanía se aleje cada vez más de la política y vean a nuestros políticos, no como los consignatarios de los ciudadanos para resolver sus problemas, sino como un problema en sí mismos, que nos pone al pie de los caballos de populistas y salvapatrias, que son una amenaza para la continuidad de lo que tanto tiempo y trabajo nos costó construir.
Por ello, los partidos políticos tienen que transformarse para mejorar las expectativas que los ciudadanos tienen en ellos y articular una salida creíble a la crisis económica, institucional y moral que aflige a la sociedad española desde hace años. La natural vocación política y reivindicativa de amplios sectores de la sociedad, la tendencia a compartir ideas, iniciativas hacia el bien común, desde la perspectiva del grupo social al que se pertenece, es la energía que debe revitalizar la actividad partidista en la sociedad, sin olvidar establecer cauces estables y fluidos de participación ciudadana. No se entiende que quien trabaja para nosotros no nos consulte sobre lo que ha de hacer y cómo hacerlo. Y esto es válido para cualquier instancia política, incluidos los ayuntamientos, institución más cercana a los ciudadanos.
En cualquier caso, resultan imprescindibles la corrección en las formas y el respeto al oponente, dejando de lado los rifirrafes dialécticos de baja estofa y la exhibición descarada y despótica de mentiras y la manipulación malintencionada, que hacen que se pierda el foco de lo verdaderamente importante y necesario. ¡Basta ya de improperios y descalificaciones obscenas!
Y los ciudadanos de a pie no nos dejemos llevar por esa glorificación de la ignorancia y de la visión parcial que algunos propugnan, que también tienen eco en redes sociales y determinados medios de comunicación. Sopesemos con ecuanimidad el verdadero sentido de las cosas y rechacemos con contundencia a quienes utilizan las palabras como armas de destrucción masiva de nuestra convivencia democrática.