“Yo, mí, me… con todos”
El presidente de Estados Unidos, John Fitzgerald Kennedy, en el día de su investidura, el 20 de enero de 1961, pronunció la siguiente alocución: “No te preguntes qué puede hacer tu país por ti, pregúntate qué puedes hacer tú por tu país”. Dicha frase llama a un instinto primitivo del ser humano: la necesidad de pertenecer al grupo, una especie de ‘llamada de la tribu’, una reacción de quien se interesa por el bien común de la sociedad en la que vive y está dispuesto a sacrificarse por ella.
El Estado, y todas sus instituciones (comunidades autónomas, diputaciones, ayuntamientos…), no son entes independientes, sino que han sido creados por nosotros, el pueblo, justamente para servirnos. Es importante, e incluso necesario, que preguntemos qué pueden hacer por mí esas instituciones, ya que deberían servir para cubrir necesidades fundamentales como la educación, la sanidad, servicios sociales, hacer cumplir el estado de derecho y regular aquellos bienes que no es práctico ni aconsejable dejarlos al libre albedrío individual o exclusivamente a la iniciativa privada.
Delegar algunas decisiones al Estado es necesario y reducen en algo nuestra libertad, a cambio de poder vivir en una sociedad. Por ello, no viene mal que reflexionemos sobre la tensión existente entre el individuo y la sociedad y la tendencia, cada vez más extendida entre los ciudadanos, de ir cada uno a su bola, ocupándonos solo de nuestros propios asuntos y a nuestra manera, sin importarnos lo que le ocurra a los demás ni ser capaces de exigir a las administraciones que hagan bien su trabajo. Tampoco de aportar cada uno nuestro pequeño grano de arena.
Según uno de los padres de la filosofía occidental, Aristóteles, (a quien debemos la famosa frase “El hombre es un animal político”) y la moderna tradición de las ciencias sociales, el individuo es un ser que se construye desde la vinculación con la sociedad y cuyo comportamiento está fuertemente determinado por su pertenencia a una comunidad. El interés por las cuestiones sociales y políticas del hombre (y de la mujer), que son animales sociales, debería llevarnos a preguntarnos qué pensamos que se podría hacer para que España, o nuestro municipio, sea un lugar mejor en el que vivir? ¿Qué acciones puedo emprender para mejorar mi ciudad o mi país? Pensémoslo, al menos, durante un momento.
Me dirijo, en primer lugar, a mí mismo, que intento conjugar el yo, mí, me, conmigo con el nosotros. Después, a todos los funcionarios y servidores públicos, padres y madres de familia, jóvenes, ciudadanos metidos a políticos, empresarios, trabajadores y, especialmente, a todos a aquellos que no se sienten movidos por ninguna virtud cívica, que consideran que la cosa pública, la vida política, no les atañe ni les afecta. Esos que se amparan en la comodidad del anonimato, que prosiguen su marcha, su ocupación o su vida sin importarles el curso de los acontecimientos públicos, sin ocuparse ni preocuparse del desarrollo y el devenir de la vida política. Los desactivados. Los desanimados. Los abúlicos. Los que son carne de barra de bar y alimentan, en definitiva a los demagogos, populistas, voxiferantes y políticos que olvidan, demasiado a menudo, para qué están donde están.
No sé si tendremos que llegar a lo que han hecho en Francia, una especie de mili low cost de dos semanas de duración con el objetivo primordial de “implicar a la juventud en la vida de la nación, promoviendo la noción del compromiso y favoreciendo un sentimiento de unidad nacional en torno a valores comunes”. Lo llaman Servicio Nacional Universal, una medida que, si se aplicara en la Piel de Toro, no sé qué respuesta generaría y, aunque puede parecer ilusorio, algo habrá que hacer para luchar contra esa apatía y desinterés generalizado por los asuntos de todos.
Es cierto que venimos lastrados de una historia, la nuestra, en la que desde el poder se ha intentado apaciguar a las multitudes, pero no con la vocación de escuchar a ese pueblo que demanda más atención y que se responda desde las instituciones a sus intereses, preocupaciones y anhelos, sino de tenerlo entretenido y ocupado en otros asuntos (pecado, pan y circo). Así, han conseguido una gran masa de ciudadanos a los que todo les da absolutamente igual. No importa nada. Aunque ellos también pagan impuestos y contribuyen. La cosa esta mal, pero mucho peor está que pasemos absolutamente de todo. Y de eso nadie habla.
Aludo a los que mucho critican y poco aportan. A los que despellejan a los demás en toscos comentarios vertidos en tertulias baratas y corrillos improvisados. Es ahí cuando una opinión bien informada, razonada y matizada tiene valor. Cuando las cosas no están claras y nadie tiene toda la razón, nos valdría conocer distintos puntos de vista no sesgados y que sean útiles para formarnos nuestro propio criterio. Que seamos, en definitiva: “Yo, mí, me…con todos”.