¿Y tú de quién eres?

Artículo de Jesús Aranda

Decía en cierta ocasión Iñaki Gabilondo, uno de mis periodistas de cabecera y auténtico referente de honestidad intelectual, que “España es como una brújula desimantada”. Y es cierto. Hace tiempo que parece que hayamos perdido el norte y nos hemos instalado en la dialéctica amigo/enemigo, un discurso maniqueo de odio que focaliza en el otro los males del país y nos aleja de poner el acento en lo que nos une y en la necesidad de llegar a  acuerdos para superar los enormes retos pendientes como país y superar la grave crisis sanitaria, económica y social que padecemos.

En una conversación de bar, en las tertulias televisivas, hablando con los cuñados y, sobre todo, en la supuesta sede de la representación popular o en cualquier campaña electoral, a la mínima de cambio, comprobamos cómo lo que domina el debate no son las buenas maneras, los argumentos, la crítica razonada, las propuestas o el intento de comprender la posición del otro para llegar a algún tipo de acuerdo o consenso. La dinámica política, en general, se ha asentado en esa especie de guerra de trincheras que solo intenta socavar al contrario, no a llegar acuerdos con él. Parece que da igual lo que diga o exponga cualquiera de los representantes de los distintos partidos políticos. La respuesta casi siempre será el insulto, la recriminación, el reproche y el “y tú más”. De hecho, el clima político español es de los más polarizados del mundo, azuzado por los distintos medios de comunicación y tiene reflejo en las redes sociales. Y de esos barros, estos lodos.

Solo aplaudimos y congeniamos con los que son de nuestra cuerda, con los de la misma supuesta ideología, con los de nuestro mismo color, ya sea, azul, rojo, verde, morado o naranja. No estamos dispuestos, como decía estos días una candidata a la presidencia de la Comunidad de Madrid, a tomarnos siquiera un café con uno de nuestros rivales en la contienda política.

La filiación política, el posicionamiento ideológico o “el pie del que cojee” cada uno es lo más importante en lo que nos fijamos, no lo que se dice, plantea o argumenta. Así, una de las preguntas recurrentes que se oye por parte de algunos es: ¿Y tú de quién eres? Con esa pregunta se trata de situar al interpelado y colocarlo en una posición inamovible, diga lo que diga: “Es que tú eres…”. Yo, desde luego, visto lo visto, respondería siempre lo mismo: “Soy de Marujita”, recordando aquella famosa canción del grupo sevillano No me pises que llevo chanclas. Nos empeñamos más en catalogar al otro que en intentar comprenderlo y esa etiqueta que colocamos a nuestro interlocutor condiciona muchísimo, para bien  o para mal, la postura que adoptemos frente a lo que plantea, olvidando que cuando se manejan argumentos de forma razonada, sin aspavientos ni gritos, se puede alcanzar un buen tono de convivencia y acuerdo, independientemente del color o tendencia ideológica que seamos.

A los ciudadanos nos encantaría poder hablar bien de nuestros gobernantes, siempre que sean merecedores de ello. Parece que son inconscientes del grave daño que están haciendo a la credibilidad de nuestro sistema político, y su mal ejemplo está socavando los cimientos de nuestra todavía joven democracia, dando pábulo a los extremos, a los populismos y a quienes añoran tiempos pasados de odio y enfrentamiento. 
No me canso de denunciar ese cainismo, esa actitud de odio y fuerte animadversión contra nosotros mismos, independientemente de la postura que defendamos. 

Hermann Hesse, premio Nobel de Literatura y autor, entre otros, de El lobo estepario y Demian, afirmaba que “el amor es más grande que el odio, el entendimiento mayor que la cólera y la paz más noble que la guerra”. Deberíamos seguir esa consigna.

Estoy seguro de que muchas personas, como yo, tienen amigos socialistas, del Partido Popular, de Podemos, de Ciudadanos…, gente razonable con la que no siempre coincides pero que son capaces de debatir e intentar comprender la posición del otro. Nuestra relación con los demás y entre los distintos partidos políticos no debe copiar a esas hinchadas irreconciliables y acérrimas de algunos equipos de fútbol, que prefieren, incluso, que cuando el equipo rival se enfrenta en una competición internacional a otro equipo, pierda, aunque sea el único representante español.

No debe importarnos, pues, de quiénes seamos sino qué pensamos, qué decimos y qué hacemos. No debemos acomplejarnos frente a otros. Somos herederos de Picasso, Velázquez, Ramón y Cajal, Cervantes, María Zambrano, Rodríguez de la Fuente, Paco de Lucía, Mariana Pineda, Severo Ochoa, Clara Campoamor, etc., hombres y mujeres, que nos han hecho grandes a lo largo de la historia y otros muchos que lo siguen haciendo, aunque muchas veces no queramos reconocerlo. 

Como decía un viejo profesor que tuve mientras estudiaba en la universidad: “Defiendo el patriotismo no histriónico, ni excluyente, ni limitado exclusivamente a la defensa interesada de nuestros símbolos. Estoy orgulloso de ser español y quiero a mi tierra, valoro su diversidad y la riqueza cultural que poseemos y, aunque nuestra historia parezca demostrar lo contrario, reivindico que unidos, defendiendo objetivos comunes y queriéndonos un poco más, seremos invencibles”. 
No seré yo quien le ponga peros a lo que decía mi querido profesor.