Lo cotidiano
“Yo creo en el hombre y en la mujer. / Me levantó con las claras del alba. Y pienso: / (mientras me preparo para entrar en el día) / En el agricultor que siembra la tierra. / (...) En el hombre y la mujer que van a la fábrica. / En el maestro y la maestra que enseñan en la escuela / a ser hombres y mujeres de un mundo sin fronteras. / [...] Yo voy a mi trabajo y lo siento como un santuario: / me entregó toda la jornada pensando en el grano que siembro, / en el deber con que gano el sustento para mis hijos”.
Estas palabras me hacen pensar sobre la importancia que tiene el trabajo y acudir a él de manera cotidiana, como un derecho que tenemos por formar parte de una comunidad, pero también como necesidad que implica el deber de ejercerlo, para el sustento y el bienestar de mi familia. Lo que convierte al trabajo en un asunto social y político. Ello me conduce a preguntarme si hay que tomarse en serio los asuntos sociales y políticos.
Porque, bien pensado, nos preocupan las necesidades y el bienestar de nuestras familias. Esto nos compromete a ser ciudadanos, a formar parte de esa ‘polis’ griega y, por ello, tenemos el deber de implicarnos en los asuntos sociales y políticos. Lo que me hace cuestionar a aquellos individuos que dicen ser apolíticos, para expresar que no les interesa la política, pero negando su compromiso con la comunidad, actúan como malos ciudadanos.
Lo triste es que el concepto de político se ha desvirtuado, cuando algunos gobernantes dan mal ejemplo, porque no sirven a la comunidad, sino que actúan por su propio interés y se ponen al servicio del poder económico. La economía debe estar al servicio de cubrir las necesidades sociales de toda la comunidad, para alcanzar un bienestar del que sean partícipes todos, que se haga con un criterio de no discriminación. Pero lo grave es cuando las acciones políticas y quienes gobiernan favorecen el bienestar económico de una minoría.
La convivencia en democracia exige el consenso y el compromiso de velar por los valores humanos, así como cubrir las necesidades vitales y sociales. Pero la democracia es tan frágil como una vasija de cristal, porque se rompe por las acciones antagónicas, que también residen en el ser humano, como el egoísmo y los prejuicios sociales como la discriminación social, racial o por sexos, o bien por no aceptar ser diferentes... Pero el mayor mal que ataca a la convivencia democrática es la mentira, cuando oímos decir a aquellos que actúan en política que “en la política vale todo”. Esto es lo que no se debería consentir y hay que denunciarles como apolíticos, es decir como malos ciudadanos. Porque lo mismo que tú y yo vamos al trabajo y cumplimos con responsabilidad, y lo único que exigimos es dignidad. Entendemos que el trabajo es un deber y también una cuestión social y política. A los gobernantes políticos se les deben de exigir que hagan bien su trabajo, y no usen la mentira como medio para mantener su estatus, recodarle siempre que el poder reside en la soberanía del pueblo.
Como María Zambrano dice: “Si hubiera de definir la democracia, podría hacerse diciendo que es la sociedad en la cual no sólo es permitido, sino exigido, el ser persona”. Esta exigencia nos implica adquirir la cualidad de ‘ser persona’, y para ello hay que prepararse y preparar las futuras generaciones en los valores democráticos. Porque es necesario cuidar y mantener viva la democracia. ¡Hagámoslo!