La vida puesta en escena
“Soy un autor dramático./ Muestro lo que he visto./ Y he visto mercados de hombres/ donde se comercia con el hombre./ Esto es lo que yo, autor dramático, muestro”.
Estos versos pertenecen al poema Canción del autor dramático, del poeta alemán Bertolt Brech. El autor quiere trasmitir su visión de la vida como un escenario, donde el ser humano actúa; haciendo reseñar que los hombres con sus actos se hacen daño a sí mismos. Porque se ha construido una sociedad donde se antepone el dinero y los intereses comerciales a otros valores, esencial- mente, humanos.
También el cantautor Paco Ibáñez en la canción Lo que puede el dinero, cuya letra pertenece al Arcipreste de Hita, nos hace ver el poder del dinero: “...Hace correr al cojo y al mudo le hace hablar./ El que no tiene mano bien lo quiere tomar,/ ...de la verdad hace mentiras/ de la mentira hace verdades,/ ... En resumen lo digo entiéndelo mejor;/ el dinero es en este mundo el gran agitador,/ hace señor al siervo y siervo hace al señor,/ toda cosa del siglo se hace por su amor”.
El escenario es un trajín de cuerpos y almas, que van y vienen sin concierto. Almas con cuerpos que ambulan buscando alimentos para sus fallecidos cuerpos. Y cuerpos que no pueden con el peso de sus almas. Cae la tarde... La luz se la come el sueño. En este escenario cada uno representa su papel: a ese payaso se le cae la sonrisa en el asfalto. La melodía del flautista susurra secretos íntimos. Nadie, nadie... Nadie se detiene para oírla. El malabarista mira la luz roja del semáforo, sobre un monociclo en equilibrio desafía la boca negra de la velocidad. En aquel ángulo de aquella esquina que da a dos calles principales, pregona un ciego tu suerte para hoy: -“Las iguales para hoy, el ‘quebrao’ del cuatro”. Son figuras en el paisaje que ambulan por las calles, como hojas caídas que se lleva el viento.
Nadie escapa de su actuación, todos salen a escena: el ciego eleva su mirada al cielo, maldice, entre dientes, su ceguera; clamando al cielo dice:
“Este mundo es un escenario, a mí me toca ser el pordiosero que sirve y se compadece del asesino. ¡Misericordia, Señor, misericordia! El hambre me la quito a guantazos, para que se calle y no proteste”. Cada personaje con su máscara, el obispo con su báculo gobierna el cielo en la tierra, y el rey con su corona la hereda. Está presente también en escena el rico Epulón, e hijos y nietos de Epulón que siglos y siglos gobernaron y siguen gobernado con corazones de metal. Que llenan sus grasientas barrigas como pavos para la fiesta. También actúa el tirano que representa bien su papel, porque conoce su fuerza, al que tu miedo le hace grande. Y su obra es tu obra, la del tirano, a quien obedeces, cuando levantas la espada contra tu padre.
En este escenario de la vida nadie es espectador, porque el público está obligado a actuar. Lo triste es mirar hacia otro lado o dejarse llevar por la corriente. Perderse, porque no te conoces ni conoces la ciudad en que vives. Todo esto pasa, porque hemos creado un dios tirano que nos somete.
El poeta sale a escena, acogiéndose a construir la esperanza, dice: “Es hora de reconocer la tierra, el agua, el aire nuevo. De romper las alambradas de nuestras fronteras, e ir al encuentro del otro, que te espera. Porque así crecerá de nuevo lo humano, y seré digno de llamarme hijo de madre”.