Alcántara en su Rincón
De la mano de un sol de enero que se empeña en calentar la mañana disfrazándola de abril, paseo junto al mar recreándome en lo bello, sintiendo la calma de su azul brillante y la música, casi imperceptible, de unas tímidas olas que van y vienen perezosas acariciando la arena. Voy buscando al poeta que amaba tanto la orilla azul que contemplo. Que volvió un día cualquiera a ese mar dudando si estaría donde lo dejó. Y entonces me encuentro con él, está sentado, vestido de bronce delante de un jardín vertical que adorna su espalda con verdes distintos, en un rincón del Rincón que lo vio vivir desde aquel día que volvió a reencontrase con ese mar que añoraba y que estaba allí todavía.
Con su bigote, su bastón y el sempiterno pitillo consumiéndose entre sus dedos al sol de una mañana intemporal, Manuel Alcántara piensa en la vida mientras ve pasar la vida que lo vio vivir. Entre sus vecinos de siempre, en un lugar sencillo y hermoso que él engrandece infinitamente con su presencia de bronce. Me siento junto a él, toco su brazo frío y miro sus ojos cálidos y ausentes, perdidos en la eternidad, cansados de mirar tanto. Me impresiona mirarlos de frente. Tan cerca; tan lejos. Sus ojos están tan vivos como él en el recuerdo. Me pregunto qué pensará el poeta, sentado al aire y al sol de un rincón de su Rincón de la Victoria, el pueblo del que era hijo adoptivo y que lo ha inmortalizado en el paisaje urbano que él amaba tanto. Quizá recuerde, oyendo ese rumor de olas que mece su ausencia, los versos que le dedicó a esa mar hermosa que acompaña ahora su soledad de estatua: “Vine a la mar y me encontré en la arena / Niño llevando cubos a la pena / y palas a la orilla del verano”. Casi un año ya que el poeta, cantor de lo cotidiano, brillante columnista de Sur, se fue para siempre, dejándonos huérfanos de su filosofía y de ese desayuno con “café con leche y Alcántara” que nos despertaba a la vida. Se fue, con sus 91 años y su lucidez, a seguir haciendo crónicas maravillosas desde esa otra orilla a la que marchó sin querer, cruzando con pereza esa línea sutil y oscura que nadie que ame la vida como él, querría cruzar. Me gustaba Alcántara. Me gustaba su talento y su talante, y esa sabiduría suya, magistralmente escrita, tan directa, tan amena, tan irrepetible. Una hermosa herencia de palabras que nos dejó y que lo mantendrán vivo para siempre.
Me quedo un rato en la placita sentada junto a él. Miro con atención los símbolos que el autor, Francisco Martín, ha perpetuado en el bronce. Desde el bolsillo de su chaqueta, un búho me mira vigilante; a don Manuel le gustaban los búhos, como a mí, y las ventanas, y el pan de los pueblos, y los libros de madrugada... Nombres queridos prendidos en su chaqueta, ‘Paula’, ‘Lola’..., y letras sueltas que imagino escapando de su vieja Olivetti para seguir junto a él para siempre. Creo que le gustaría su estatua, aunque él no era mucho de estatuas, “que son más de perros y de palomas”.
Creo que se sentirá cómodo en el lugar donde lo ha inmortalizado el afecto de sus vecinos, delante de una pared frondosa de verdes, junto al libro que guarda su sentir de un verano en Málaga y al lado de una farola que dará luz a su noche oscura. Entre el ir y venir de gente sencilla que pasea con niños, con perros que olisquean curiosos su bastón; con gente amable que se sienta con él a charlar de la vida mientras comparten el sol y la brisa, y el humo de sus cigarrillos.
Junto a su mar querido, en el pueblo donde tenía “empadronado el corazón”, Manuel Alcántara descansa entre sus paisanos, que frecuentan su serena eternidad en la recoleta placita, llena de vida sencilla, que lo acoge desde el día de enero en que hubiera cumplido 92 años. “Cuando yo me haya ido / -qué triste que yo me vaya- / de esta madera mía / que me hagan una guitarra”. La música excelsa de esa guitarra suena ya en el espacio infinito. El eco de su madera noble se oye en el mar, en los versos, en los jazmines, en las gaviotas...
¡Qué triste que se haya ido!