Ángeles fugaces
Alrededor de una mesa sencilla, con el mantel lagarterano que vestía las ocasiones especiales, junto a la chimenea donde crepitaban las piñas, un Belén, decorado con musgo fresco por entusiastas manos infantiles, presidía la cena.
La Nochebuena discurría tranquila, en una paz de pueblo ambientada con villancicos típicos que se oían a lo lejos, añadiendo calor humano al frío gélido que se paseaba inmisericorde por las calles del pueblo. En aquella cena familiar no faltaba nunca una anguila de mazapán y una frase que decía mi madre: “Que lleguemos a otro año”. Cada diciembre lo recuerdo, y aunque no lo digo en voz alta, lo pienso siempre. Tanto tiempo después, las navidades siguen siendo sencillas, sin protocolos especiales, aunque ha cambiado la estética; no hay musgo, ni mantel lagarterano, y cada vez pesan más las ausencias, las voces que ya no cantan ni dicen frases que se recuerdan. El tiempo, que pasa inexorablemente, ha ido cambiando el paisaje y también la forma de contemplarlo; la mirada se ha vuelto mucho más exigente, menos benevolente con lo superficial, más crítica con lo irracional y mucho más descreída con aquello que intenta vendernos el espíritu navideño con el marketing de un perfume caro.
Cada día paso bajo ese cielo brillante de luces doradas y blancas donde dieciséis enormes ‘ángeles celestiales’ extienden sus alas luminosas como queriendo abrazar a los de abajo. Un cielo imaginado, al alcance de todos, donde suenan Jingle Bells y otras músicas de campanas que ambientan las animadas tardes navideñas. La magia de música y luces disfraza por unos días la inquietante realidad de un mundo cada vez más convulso. Diciembre se va envuelto en el sabor agridulce de sensaciones diversas, algunas tan descorazonadoras, que nos hacen pensar que ese cielo inventado, estático e indiferente que nos alegra la vista, es como ese otro incierto con el que soñamos alguna vez, pero que cada día se aleja más. En él imaginamos a los que se nos fueron, en un intento desesperado de sentirlos a salvo en algún lugar hermoso donde sean felices y desde donde nos puedan seguir mirando. Supongo que es una forma de no perderlos del todo, aunque, de qué nos vale creer en eso si no podemos tenerlos, ni tocarlos, ni ver sus ojos, ni oír su risa... El cielo sería no haberlos perdido.
Bajo los ángeles de largas estelas brillantes que iluminan la calle Larios, paseo entre la gente dejándome llevar por la música, ese cielo armonioso y real en el que creo desde siempre. Al son de campanas, los ángeles brillan, iluminando las vidas diversas que pasan debajo. Pienso en un verso de Joaquín Lobato: “No comprendo / cómo la presencia de un ángel es tan fugaz / ni que las estrellas tengan tantísimos secretos”. Me decían, de pequeña, que las cuatro esquinitas de mi cama eran “cuatro angelitos que te acompañan”. Me gustaba creerlo, imaginarlos con sus etéreas alas blancas vigilando mi sueño; me sentía segura pensando que su sombra protectora me seguía a todas partes. Pero me cansé de imaginarlos, de no verlos nunca... La presencia del ángel fue tan fugaz que decidí mirar al cielo de otra manera: para buscar auroras y atardeceres, para soñar con la luna... Para contar estrellas. Ellas sí que estaban allí, podía verlas, me hablaban desde infinitas distancias brillando para mí, haciéndome guiños cómplices con su luz de plata. Cambié los ángeles fugaces por estrellas eternas que iluminaban mi sueño; aún las miro sin cansarme, extasiada con su brillante parpadeo. Me gustaría comprenderlas, conocer los secretos que esconden en esa inmensidad misteriosa y silenciosa en donde vagan.
Con más sombras que luces, se va diciembre. Sombras de tragedias, de tristezas, de guerras espantosas que no tienen fin. Luces de esperanza, de sabernos vivos y que aún nos guste tanto vivir.
Que lleguemos a otro año.
Feliz Navidad.