El año que se fue

Lo vimos marchar en la quietud de un espacio nuevo y transparente, una habitación con vistas al mar y a la montaña a la que se ha sumado el esplendor del cielo, atrapado con su luna y sus estrellas en el cálido y diáfano techo de cristal que era el sueño de luz del joven que hizo de aquella habitación su particular paraíso. 

Fuimos a esperar el Año Nuevo en la íntima paz de un hogar, lleno de libros y música, donde crece un limonero que nos recibe en la puerta, y una higuera de raíces profundas que extiende al aire sus ramas desnudas cuajadas de pequeñas yemas verdes que pronto serán fuertes y olorosas hojas que darán sombra a un apetecible rincón que invita a pensar. La habitación recién estrenada tenía una luz tenue y rojiza que escapaba de una lámpara situada en la pared. No hacía falta nada más: los desnudos cristales dejaban pasar la luz de cada farola, de cada bombilla del paisaje de alrededor; reflejos nocturnos, que se sentaban a la mesa como invitados de última hora. Dos pares de felinos ojos seguían atentos las variaciones de las luces de la calle. Como los libros, la música y los árboles de la entrada, los gatos son parte indispensable de la casa donde veíamos marcharse definitivamente el año viejo. Un año que nos dejó imágenes entrañables que nos hicieron felices, y otras muchas, ajenas a nosotros, que nos entristecieron.
     La pantalla del televisor hacía balance de un año especialmente duro, donde el terrorismo volvía a teñir de rojo lugares emblemáticos que visitamos alguna vez. Imágenes durísimas de niños, que tendrían que estar jugando al sol, manipulados por sus propios padres, fanáticos inmisericordes que les convierten en héroes a la fuerza con macabros cinturones que les llevan, en mil pedazos, directamente “al paraíso”. Niños sin juguetes, sin escuela. Sin ángel de la guarda. El año que se fue nos dejó también un empacho crónico de política, políticos y corruptelas, y el que empieza augura más de lo mismo, con pocas expectativas de cambios ilusionantes. 
     Al calor de una charla distendida, lejos de jolgorios, macrofiestas y cotillones, en la habitación con vistas, a golpe de campanadas y uvas tomadas sin prisa, el Año Nuevo asomaba por el ventanal envuelto en un manto de noche de concordia y esperanza. Llegan ecos lejanos  de fuegos artificiales y algún petardo furtivo rompe la silenciosa armonía que nos rodea; ladra un perro, que se duele por esa absurda costumbre que tanto daño hace a sus oídos. Después vuelve la calma, todo parece estar en orden. Pero allá, tras los montes y al otro lado del mar, en lugares inmundos, la vida sigue ajena a fiestas y a campanadas que ponen punto final al año que se va. Con lo bueno y lo malo haciendo causa común, la vida continúa haciendo felices o infelices a los que vivimos. 
El año ha empezado de la peor manera: un terrorista acaba con la vida de treinta y nueve personas, que celebraban, precisamente, la llegada del nuevo año. 
     Cuesta imaginar tanta frialdad, tanta maldad al servicio de la intolerancia; alguien decide en un momento segar la vida de inocentes enarbolando una bandera de horror en nombre de un dios que permite que los niños se inmolen, que las mujeres sean maltratadas, violadas, anuladas, porque se saltan unas ‘leyes’ inhumanas que las convierten en sombras vacías al servicio del varón. Pensar en ello me revuelve el estómago. Y eso está pasando ahora, en el año 2017, mientras bebemos champán y nos felicitamos por estar vivos. 
     Las velas navideñas se han consumido, como diciembre, alumbrando una tranquila reunión familiar. Los gatos se durmieron plácidamente enroscados en un sillón, y la higuerita nos despide luciendo esas promesas verdes que nos endulzarán el verano. El año que se fue nos dejó recuerdos de momentos felices que nos alegraron el alma, y otros, bien distintos, que nos partieron el corazón. Pero mañana será otro día y la habitación transparente se llenará de sol. “Y en los árboles los pájaros reanudarán los trinos antiguos, como si nada hubiera pasado bajo las hojas”. 
     Feliz Año Nuevo.