Apolo y Artemisa
El día 20 de julio de 1969, seiscientos millones de personas seguían por tele- visión la llegada del hombre a la Luna.
El día 20 de julio de 1969, seiscientos millones de personas seguían por tele- visión la llegada del hombre a la Luna. El módulo Eagle del Apolo 11, con tres astronautas a bordo, alunizaba sin contratiempos en el sobrecogedor silencio del Mar de la Tranquilidad. Algo grandioso que marcaba un hito en la historia del espacio; por primera vez, el hombre pisaba el suelo del misterioso satélite que siempre nos muestra la misma cara y al que miramos sin cansarnos; que nos atrae, nos inspira y nos conmueve. “Casta diosa cubierta de plata...”, dice el aria maravillosa de Norma que canta una plegaria a la Luna.
Aquel día de julio algo grande pasó en el espacio; también en mi casa, donde yo miraba nerviosa la televisión mientras iba y venía a la cocina porque preparaba una merienda para un invitado especial. Por primera vez también, el muchachito de ojos nobles que me esperaba siempre en cualquier esquina, subía a mi casa a conocer a mis padres, a formalizar las relaciones ‘furtivas’ con una especie de ceremonial, que entonces era lo normal. Y, mientras aparecían en el televisor las impresionantes imágenes del Mar de la Tranquilidad, yo, nada tranquila, preparaba el café oyendo de lejos lo que se hablaba en el comedor. “Ya sabe usted que yo quiero a su hija...”. Mi padre, también nervioso, asentía y comentaba lo que estaba pasando en la tele: Neil Armstrong pisaba la Luna diciendo su famosa frase “Un pequeño paso para el hombre, pero un gran salto para la humanidad”. Mi madre miraba con asombro al astronauta y de reojo al chico serio, novio recién estrenado. Él me miraba a mí, mientras tomaba un café nada ortodoxo, flojo y pasado de azúcar. Entre emociones distintas, de alguna manera, aquella tarde él y yo también tocamos la Luna.
Quién me hubiera dicho entonces que, cincuenta años después, otro cohete, el más potente jamás construido, iría hacia la Luna, esta vez sin tripulantes, para estudiar las condiciones que harán posible la vuelta de humanos, como parte de un programa que permitirá en un futuro cercano vuelos tripulados a Marte. Quién podría imaginar que uno de los ingenieros de tan ambicioso proyecto llevaría nuestro apellido. Carlos García-Galán, que siempre soñó con ser astronauta, lleva más de dos décadas en la NASA trabajando con entusiasmo en proyectos importantísimos. Manager de Integración del Módulo de servicio Europeo de la nave Orión, el día 16 habrá vibrado, como nosotros en la distancia, viendo su cohete despegar iluminando el cielo rumbo a la hermosa Luna, oyendo al emocionado comentarista de la NASA decir otra frase que ya es historia: “¡Despega Artemís I! Nos elevamos juntos, de regreso a la Luna y más allá”. En pocos años, Marte será el más allá. Pero antes, como ya hiciera Armstrong, otro astronauta pisará la Luna y esta vez será una mujer. Imagino lo que habrá sentido Carlos viendo el fruto de tantos años de trabajo perderse en el espacio, camino de una ambiciosa misión que probará la tecnología “cerca de la tierra” para llegar finalmente a nuestro vecino planeta rojo.
Nosotros, su familia, nos sentimos orgullosos de aquel niño risueño que trabajó duro y se preparó a conciencia para llegar donde está. Lo hemos visto en distintas entrevistas de radio y televisión hablar con entusiasmo de su trabajo. Nos emociona verlo tan joven, tan convencido, tan seguro de lo que hace... Tan ilusionado. Inevitablemente, pienso en su padre, que desde niño también soñaba con volar. Los aviones adornaban nuestra casa, en los muebles, en las paredes, en fotografías del joven piloto con distintos aviones, con distintos uniformes. Con la misma pasión.
Orión sigue su viaje por el espacio infinito mientras escribo. Lo imagino en el silencio oscuro, tan cerca de la Luna, y pienso en aquella plegaria hermosa, que hago mía: “Casta diosa, templa los corazones ardientes, templa también el cielo audaz y esparce por la Tierra aquella paz que te hace reinar en el cielo”.