El árbol más querido

Columna de Margarita García-Galán

Cuenta la leyenda que so­brevivió a las intrigas y sor­tilegios de un bosque en­cantado donde campaban a sus anchas osos, lobos y unas brujas que dominaban aquel lugar mágico dan­zan­do alrededor de su tronco. La encina, la más joven de to­dos los árboles del bos­que, se salvó del exterminio porque no quería favores ni privilegios: solo quería ser un árbol. Y entre la historia y la leyenda fue creciendo, al aire y al sol de un pue­ble­cito de Aragón. Y pa­­­­­­­sa­ron los años, muchos años, más de mil años, y se convirtió en el símbolo hermoso y querido del rinconcito del Pirineo donde viven en paz trece vecinos y doce ga­llinas. La carrasca de Lecina es un hermosísimo árbol que, con sus 28 metros de copa y casi 17 de altura, extiende sus ramas abiertas regalando su sombra ancha a las personas sencillas que la cuidan con mimo. Al abrigo de sus protectoras ra­­mas se celebran bodas, pac­tos, reuniones, con­cier­tos..., y, aunque ya no bailan las brujas a su alrededor, la encina, a decir de sus ve­ci­nos, tiene mucho de má­­­­gica.

Quizá por eso ha so­bre­vivido al tiempo. Su dueño la salvó siempre del hacha del leñador que acabó con otras encinas del lugar. “És­ta no se toca, ésta se queda aquí”. Y el árbol, agra­de­ci­do, creció fuerte y frondoso, devolviendo con su belleza antigua, su sombra ancha y sus bellotas, el regalo de vi­da que le hicieron un día de­jándola crecer en tan apa­cible lugar. Y ahora es noticia, se ha hecho famosa porque su pueblo la pre­sen­tó al concurso Árbol Eu­­­­ropeo del Año, y recibió el apoyo entusiasta de más de cien mil votos. Parece que para ser ganador no hacía falta siquiera ser el árbol más bonito, ni el más grande, solo hacía falta que fuera ‘el más querido’. En esta batalla verde, la encina peleaba con ventaja: a su be­­­­­lleza milenaria y su perfil grandioso se añadía el ca­ri­ño incondicional de los que apostaron por ella con  en­tu­siasmo admirable. He vis­to el vídeo de los vecinos esperando en directo el re­sultado del concurso. En una placita de piedra, sen­ta­dos en sus sillas, con sus mascarillas puestas, ro­deados de árboles desnudos de hojas, esperaban ilu­sio­na­dos que su árbol fuera el ganador. Y saltaron de ale­gría cuando su emblemática encina, la Carrasca de Leci­na, que figura en el escudo de Aragón, se convertía por derecho en el Árbol Euro­peo del Año. ¡Qué es­­pec­­­­tá­culo tan hermoso! Entre luctuosas noticias de pan­demia, de movidas irres­ponsables de gente inso­lidaria, de tejemanejes y líos políticos, en medio de un lo­dazal descorazonador, una encina nos devuelve la esperanza, la fe en la gente. Mientras haya personas que sueñen con enseñar al mundo la historia sencilla de un árbol, no estará todo perdido.

Siempre me han gustado los árboles. Durante un tiempo pasé cada mañana entre las moreras de una calle larga que me llevaba al instituto, y recuerdo que me encantaba ir tocando sus troncos rugosos. Lo hacía entonces y lo sigo haciendo ahora. Me gusta sentir el pulso de la naturaleza, y los árboles me transmiten su fuerza, la savia imparable que fluye por ellos... To­carlos me llena de vida. A mi alrededor siempre ha habido un árbol querido: una higuera, un pino cas­calbo, un sauce llorón que lloraba conmigo mis pár­vulas penas, un ‘árbol de la vida’ que daba vida a una plaza... Los árboles me so­sie­gan, me invitan a res­­­­pirar, y escribir sobre ellos me oxigena el alma. Entiendo la alegría de esos  vecinos que viven con sus gallinas donde reina la majestad de un árbol mi­lenario; bajo sus ramas abiertas vestidas de musgo ha pasado mucha vida. Y a partir de ahora, por él, Lecina también existe. Debe ser gratificante estar bajo esas ramas antiguas, que guardan tantas primaveras, y sentir el sosiego de esa quercus ilex que sabe de lobos y de aquelarres. Em­briagarse con su paz de cam­po, tan ajena a huma­nas batallas de egoísmo. Cerrar los ojos para oír el latido del viento en sus hojas  y saborear lo sen­ci­lla­mente hermoso que es, a veces, vivir. A diferencia del olmo viejo de Machado, esta vieja  encina, el árbol más que­rido,  seguirá creciendo ha­­­cia la luz y la vida, y será habitada de pardos rui­señores.