El árbol más querido
Cuenta la leyenda que sobrevivió a las intrigas y sortilegios de un bosque encantado donde campaban a sus anchas osos, lobos y unas brujas que dominaban aquel lugar mágico danzando alrededor de su tronco. La encina, la más joven de todos los árboles del bosque, se salvó del exterminio porque no quería favores ni privilegios: solo quería ser un árbol. Y entre la historia y la leyenda fue creciendo, al aire y al sol de un pueblecito de Aragón. Y pasaron los años, muchos años, más de mil años, y se convirtió en el símbolo hermoso y querido del rinconcito del Pirineo donde viven en paz trece vecinos y doce gallinas. La carrasca de Lecina es un hermosísimo árbol que, con sus 28 metros de copa y casi 17 de altura, extiende sus ramas abiertas regalando su sombra ancha a las personas sencillas que la cuidan con mimo. Al abrigo de sus protectoras ramas se celebran bodas, pactos, reuniones, conciertos..., y, aunque ya no bailan las brujas a su alrededor, la encina, a decir de sus vecinos, tiene mucho de mágica.
Quizá por eso ha sobrevivido al tiempo. Su dueño la salvó siempre del hacha del leñador que acabó con otras encinas del lugar. “Ésta no se toca, ésta se queda aquí”. Y el árbol, agradecido, creció fuerte y frondoso, devolviendo con su belleza antigua, su sombra ancha y sus bellotas, el regalo de vida que le hicieron un día dejándola crecer en tan apacible lugar. Y ahora es noticia, se ha hecho famosa porque su pueblo la presentó al concurso Árbol Europeo del Año, y recibió el apoyo entusiasta de más de cien mil votos. Parece que para ser ganador no hacía falta siquiera ser el árbol más bonito, ni el más grande, solo hacía falta que fuera ‘el más querido’. En esta batalla verde, la encina peleaba con ventaja: a su belleza milenaria y su perfil grandioso se añadía el cariño incondicional de los que apostaron por ella con entusiasmo admirable. He visto el vídeo de los vecinos esperando en directo el resultado del concurso. En una placita de piedra, sentados en sus sillas, con sus mascarillas puestas, rodeados de árboles desnudos de hojas, esperaban ilusionados que su árbol fuera el ganador. Y saltaron de alegría cuando su emblemática encina, la Carrasca de Lecina, que figura en el escudo de Aragón, se convertía por derecho en el Árbol Europeo del Año. ¡Qué espectáculo tan hermoso! Entre luctuosas noticias de pandemia, de movidas irresponsables de gente insolidaria, de tejemanejes y líos políticos, en medio de un lodazal descorazonador, una encina nos devuelve la esperanza, la fe en la gente. Mientras haya personas que sueñen con enseñar al mundo la historia sencilla de un árbol, no estará todo perdido.
Siempre me han gustado los árboles. Durante un tiempo pasé cada mañana entre las moreras de una calle larga que me llevaba al instituto, y recuerdo que me encantaba ir tocando sus troncos rugosos. Lo hacía entonces y lo sigo haciendo ahora. Me gusta sentir el pulso de la naturaleza, y los árboles me transmiten su fuerza, la savia imparable que fluye por ellos... Tocarlos me llena de vida. A mi alrededor siempre ha habido un árbol querido: una higuera, un pino cascalbo, un sauce llorón que lloraba conmigo mis párvulas penas, un ‘árbol de la vida’ que daba vida a una plaza... Los árboles me sosiegan, me invitan a respirar, y escribir sobre ellos me oxigena el alma. Entiendo la alegría de esos vecinos que viven con sus gallinas donde reina la majestad de un árbol milenario; bajo sus ramas abiertas vestidas de musgo ha pasado mucha vida. Y a partir de ahora, por él, Lecina también existe. Debe ser gratificante estar bajo esas ramas antiguas, que guardan tantas primaveras, y sentir el sosiego de esa quercus ilex que sabe de lobos y de aquelarres. Embriagarse con su paz de campo, tan ajena a humanas batallas de egoísmo. Cerrar los ojos para oír el latido del viento en sus hojas y saborear lo sencillamente hermoso que es, a veces, vivir. A diferencia del olmo viejo de Machado, esta vieja encina, el árbol más querido, seguirá creciendo hacia la luz y la vida, y será habitada de pardos ruiseñores.