Entre el asombro y la insensatez

Columna de Margarita García-Galán

Me los encuentro alguna vez charlando distendidamente junto al mar. Son  pescadores jubilados que siguen frecuentando su lugar de trabajo, la playa de la que nunca podrán desligarse del todo. Hablan del viento, de traíñas, de la pesca escasa, de la mar tranquila o de la ‘mala mar’, y hablan, cómo no, de la pandemia. Me fijo en sus rostros morenos, curtidos, arrugados por el sol que calentó sus vidas entre maromas y redes. Todos tienen mascarilla, pero sólo uno la lleva puesta. “Ya no hace falta, Manué, el bicho ese ya sa io”. Y se ríen los de­más coreando la sentencia del marengo experto en virología, que sigue  aportan­do datos, rumores y des­cabelladas teorías sobre el virus, mezclando churras con merinas mientras luce su mascarilla azul colgada en la oreja. Ondeando al viento la quirúrgica y la insensatez.

El bicho ya se ha ido, dice el veterano marinero, conocedor a ultranza de vientos y marejadas, pero incrédulo con los efectos de un virus invisible que a él le parece “un cuento”. Y yo sigo mi camino dejando atrás el eco de una charla surrealista que deja en zapatillas a científicos e investigadores que buscan contrarreloj una vacuna o un tratamiento que nos defienda de él. Voy andando con mi mascarilla puesta, el gel desinfectante en el bolsillo y respetando escrupulosamente las distancias cuando me encuentro con otros paseantes. Pienso en las opiniones de los pescadores, y en otras que oigo por ahí a personas que se supone mejor informadas, y me sorprende lo alegremente que se toman algunos un tema tan serio. Ahora, cuando empieza el verano y acaba el estado de alarma, tengo la sensación de que después de tres meses encerrados en casa oyendo penas, noticias espeluznantes, datos sobrecogedores sobre el “bicho ese”, tan desconocido, tan contagioso y tan letal, nos estamos tomando esta ‘nueva normalidad’ que estrenamos, con más normalidad de lo que deberíamos. Personas con la mascarilla de collar, de sombrero o en el brazo, o dejando al aire la nariz, o, peor aún, quitándosela para toser o estornudar, como si hubieran hecho un máster de ‘cómo llevar la mascarilla para que no sirva absolutamente para nada’. Gente hacinada en las playas, jóvenes haciendo botellón, juntándose, abrazándose; los bares llenos, las terrazas llenas... El protocolo de las mascarillas y el respeto de las distancias mínimas es para algunos música celestial. Me indigna ver el grado de incivismo que nos rodea. Como si el virus no estuviera aquí, al acecho, paseándose furtivo entre la gente, esperando el momento oportuno de colarse en la candidez de algún valiente desprotegido para  mandarlo directamente al hospital. 

Me asombra lo pronto que se olvida lo mal que lo hemos pasado. Tres meses sin poder salir de casa, sin estar con la familia o los amigos; tener que imaginar tras los cristales el esplendor de esa primavera que teníamos tan cerca y no podíamos tocar. No poder abrazar a los nuestros y sen­tir la angustia de imaginarlos en sus puestos de tra­bajo enfrentándose al ho­rror de la pandemia. Des­de las ventanas les aplaudíamos cada tarde, esperando que no se rindieran, que no perdieran el ánimo entre tanta tristeza de su alrededor. Miles de enfermos, miles de muertos hicieron de esta primavera un tiempo de sombras, de cielos tenebrosos que presagiaban la tragedia que sacudió nuestras vidas pa­ralizando lo cotidiano, robándonos las pequeñas cosas que nos hacían felices y que, de repente, se nos hicieron inalcanzables. Un tiempo terrible de miedos y angustia. Un dolor punzante que nos vistió el alma de luto.

No podemos olvidarlo ahora, cuando el solsticio de verano nos devuelve por fin la libertad que tanto añorábamos, pero que puede ser, si no somos responsables, una vuelta atrás en la pandemia que nos lleve otra vez a las ventanas.
Entre el asombro y la insensatez vuelvo de mi paseo. Los pescadores se han ido. El bicho sigue aquí.