Bajo el cielo estrellado

Columna de Margarita García-Galán

Fue hace unos años, cuando visitamos Amsterdam en uno de esos viajes con amigos que permanecen vivos en mi me­moria. Recorríamos las calles de la ciudad mirando y ad­mi­rando sus hermosos edificios, sus canales, sus cuidados jardines. Ca­minábamos sa­bo­reando el paisaje nuevo entre flores, bicicletas, tu­ristas y gentes diversas sen­tadas en las terrazas de las cafeterías, bebiéndose los tímidos rayos de sol de la mañana. El guía nos llevaba entre la gente, levantando su paraguas de cuando en cuando para que no nos alejáramos del recorrido. Y entonces se paró delante de una gran puerta verde que tenía un pequeño rótulo que decía: Anne Frank huis. La casa de Ana Frank, la niña judía que vivió escondida entre sus paredes huyendo de la barbarie nazi, y escribió cada día en su diario el horror de la guerra. Mirando aquella puerta, sentí un escalofrío.

El guía volvió a levantar su paraguas y tras él nos fuimos caminando hacia un museo. Era uno de los objetivos del viaje, y me emocionaba pen­sar que estaría delante, por fin, de unas flores y un cielo estrellado que me encantaba mirar. Y del escalofrío, al éxtasis: Los girasoles de Van Gogh, vivos en su jarrón después de tanto tiempo. Y los trigales, y los lirios, y las alamedas... Mis ojos, impreg­nados de naturaleza viva, buscaban la paz de un cielo especial, soñado durante mucho tiempo. Pero la noche estrellada que ansiaba ver no estaba en el museo, estaba en Nueva York, y me quedé con las ganas de perderme en su cielo infinito entre los  arabescos de luz brillante de sus estrellas.

Nueve años después de aquel paseo colorista por instantes robados a la na­tu­raleza por el pincel del pintor de los ojos “azules y tristes”, vuelvo a emocio­nar­me con ellos en la ex­po- ­sición ‘Van Gogh Alive’, que puede vi­si­tarse en el puerto de Má­laga. No es una exposición cual­quiera que nos muestre unos lienzos colgados en la pared, no vemos paisajes: entramos en ellos. El mundo de Van Gogh se nos muestra ‘en vivo’, a través de pro­yec­ciones cambiantes donde él y su obra se mueven a nuestro alrededor hacién­do­nos parte de ellos. Su habitación, fiel­mente recre­a­da a la entrada de la ex­posición, nos invita a imaginar vivencias del que fuera niño precoz, amante de los animales, que se bebía los libros y se perdía en los bosques y los prados para contemplar esa naturaleza que amaba tanto, que des­pués reflejaría en sus cua­dros con la misma in­ten­sidad que la sentía. “Tengo la natu­raleza, el arte y la poesía. Si eso no es su­fi­ciente, ¿qué es suficiente?”.

Entre músicas excelsas, paisajes en movimiento, re­tratos, autorretratos, igle- ­sias... Los girasoles florecen aquí y allá en su eterna primavera de amarillos. Los trigales bailan al compás de la brisa y los cuervos pasan ante nosotros acariciando los trigos con su vuelo negro y su peculiar graznido. 
Vuelan los colores y las páginas blancas de mo­mentos escritos, refle­xiones del pintor que dejan su alma al desnudo. “Sueño con pintar, y entonces, pinto mi sueño”. Sentada en un banquito de la sala, miro la explosión de color que me rodea. Suena Vivaldi, meciendo la belleza que aparece arriba, abajo, a un lado, a otro..., se me acercan las primaveras, los veranos, los otoños que fueron y seguirán siendo porque el sueño de un pintor los hizo inmortales. 
Mis ojos siguen la tre­pidante danza de  colores y formas que me enseña los sueños pintados de aquel loco genial. La noche estrellada que no pude ver en  Amsterdam, cae como un cálido manto sobre mi emoción con­tenida, envol­viéndome en azules y amarillos, y me dejo llevar por el trepidante baile de luces del brillar de las estrellas. Apasionante, sen­tir la quietud de un instante soñado que me lleva, en brazos del tiempo, al cielo bellísimo de una noche serena en un pueblecito dormido al que mira, vigi­lante y erecta, la negra y esbelta figura de un ciprés. Puentes de París, estampas japonesas, cerezos en flor...

Con su oreja cortada y sus ojos  tristes, con sus luces y sus sombras,  con sus dudas, con sus miedos... Con su locura y su equilibrio, Van Gogh me hizo enmudecer.