Blas de Lezo mira al mar

Columna de Margarita García-Galán

En la calma de una mañana recién estrenada, entre palmeras y flores de un cuidado jardín, el murmullo de madrugadores paseantes y los trinos cercanos de algunos pájaros, con el sol de frente en su pedestal de piedra, un héroe de bronce contempla el paisaje que lo acoge desde hace unos días. Sin su ojo izquierdo, sin su mano derecha, sin su pierna izquierda, impecablemente u­ni­formado con su sombrero de tres picos y una elegante casaca ligeramente levantada por la brisa, con su espada en la mano y el semblante sereno, Blas de Lezo mira al mar. Acaso piensa el almirante vas­co en lo distinto que es todo a aquella mañana de agosto de 1704 cuando, con sus quince años y su valor a cuestas, peleó con fuerza en la batalla naval más importante de la Guerra de Sucesión Española. Una batalla que tuvo lugar, precisamente, en ese mar que mira ahora, y donde casi 25.000 hombres de la armada franco-española, con más de 3.000 cañones, lucharon durante once largas horas contra la armada anglo-holandesa.

Más de trescientos años después de aquella gesta, el almirante Blas de Lezo Olavarrietamira al mar que miro yo en esta mañana serena, que se despereza en paz entre in­cruentas espadas de sol que traspasan el vaivén de un agua perezosa que apenas mueve su inmensidad azul, y que brilla en el horizonte como un espejo de plata. Es hermoso, almirante Lezo, que estemos usted y yo aquí, en la playa de Torre del Mar, en la bahía “a la vista de Vélez-Málaga”, contemplando el mar de su batalla. Hermanados en el tiempo, mirándonos sin vernos, hablándonos sin hablar, unidos por un recuerdo histórico. Usted, vestido de época; yo, vestida de verano. Usted, mirando las fragatas, los brulotes, las galeras, las velas al viento entre el fuego cruzado de los cañones, evocando la gesta heroica que le arrebató una pierna y le llenó de honor; yo, recordando historias mu­cho más cercanas, mucho menos cruentas, intranscendentes, cotidianas, sin interés para nadie, pero valiosas e inolvidables para mí. 

Me gusta, almirante Lezo, que esté usted ahí, en la placidez de un paseo marítimo que frecuento, compartiendo la épica de su aventura con el pasear sencillo de vecinos y veraneantes, que harán desde ahora un alto en el camino para mirar y admirar la estética de su figura, mermada por esas heridas de guerra que le valieron el apodo de Medio-hombre. Detrás de ese héroe vestido de bronce, hay una historia que conocemos mejor gracias a un libro que lo cuenta todo sobre esa batalla, y que aireó por el mundo el nombre de Vélez-Málaga. Un libro riguroso, en el que trabajó durante muchos años un historiador veleño al que algunos debemos el grato reencuentro con esa Historia que aprendimos y olvidamos cuando éramos estudiantes. La Batalla Naval de Vélez-Málaga, que Francisco Montoro escribió junto al profesor Miguel Ranea, nos cuenta minuciosamente aquellas horas terribles, que acabaron con la victoria “táctica” hispano-francesa y la victoria “estratégica” anglo-holandesa. Todos ganaron y todos perdieron.

Desde su pedestal, Blas de Lezo evocará las imágenes de aquel día lejano que nos acerca uno de los muchos testimonios recogidos en el libro: “… Tiñóse el mar, y manchados los mares de la vertida sangre, hizo la fortuna escarnio de los mortales. Veíanse afeados los rostros, o ciegos, o desmembrados, y hechos pedazos los míseros combatientes; y todo era horror, y hasta el aire, cubierto de una espesa nube de humo, casi prohibía la batalla...”.

Imposible imaginar ahora ese mar turbulento teñido de sangre. Detenido en el tiempo, Blas de Lezo mira la calma azul de su nuevo paisaje. En el mar de su batalla ya no hay fragatas ni galeras, ni héroes tullidos, ni fuego, ni cañonazos. Solo la paz dormida de la mañana que empieza.

Solo la música de las olas blancas meciendo el batir de alas de las gaviotas.