Los brazos del ficus ausente

Escribí sobre ellos hace tiempo, cuando esos dos ficus centenarios lloraban su pena de ausencia por el arco de ladrillos donde se apoyaban y que desa­pa­reció del paisaje veleño un día cualquiera.

Entonces eran aún árboles sanos, frondosos, de imponentes raíces que regalaban su perfil hermoso y su acogedora sombra a propios y extraños a la entrada del Paseo de Andalucía. Siempre me gustaron esos árboles, desde que me veían entrar y salir entre ellos con la adolescencia latiendo en mi piel y un amor temprano creciendo bajo su sombra ancha. “Te espero a la entrada del paseo...”. Y yo, puntual a la cita, ahogando un suspiro, llegaba hasta esos árboles viejos, testigos mudos de mis emociones; junto al verde de sus hojas fuertes, crecía imparable el rosa intenso de una ilusión. Los ficus del parque me vieron pasear amores, disfrutar las ferias, acunar niños, compartir amigos... Los ficus del parque me vieron vivir.

Pasando el tiempo, uno de ellos empezó a enfermar, sus hojas amarillentas languidecían tristes en sus ramas poderosas sin que nadie encontrara remedio para sus males. El ficus se fue debilitando ante la mirada impotente de su compañero, que no entendía por qué se rendía su alma gemela, aquel viejo amigo que creció con él, que durante tanto tiempo acarició las ventanas de un edificio lleno de vida que le robaba el sol y ensombrecía la suya, hasta que perdió su verde frondoso, se secó la savia antigua que alimentaba sus primaveras y se convirtió en un fantasmagórico entresijo de ramas muertas. De aquel árbol majestuoso sólo quedó su tronco imponente y el nostálgico recuerdo de su esplendor perdido.

Pero, por obra y gracia de un excelente escultor, José Casamayor, el tronco yermo del árbol se está convirtiendo en una atalaya llena de vida, poblada de animales diversos que vivirán en él para siempre. Un ventilado escaparate de arte donde un pacífico camaleón se aferra a una de sus ramas con sus pies de pinzas, con su cola prensil y su paso lento, y mira, con esos ojos redondos que todo lo ven, cómo sigue la vida tras las ventanas que antes acariciaba el verde intenso del ficus ausente, y mira también, de reojo, al lustroso gato que aparece sentado sobre la cultura  en una escalera de libros, pensando en la luna o, quizá, en que a María Zambrano le habría encantado ver cómo un escultor sensible inmortaliza su felina presencia en el hermoso recuerdo de un árbol emblemático. Desde otra rama, una cabra se asoma curiosa pensando en escalar esa original montaña, entramado de ramas y raíces, donde tres caracoles pasean despacio sacando sus cuernos al sol. Y, entre el encaje gris de ramas muertas, desde el fondo oscuro de la tierra dos poderosas raíces se alzan, convertidas en amorosos brazos del ficus ausente que se aferran con fuerza al corazón del árbol que no se resignan a perder.

Subido en su grúa, el escultor sigue trabajando  rodeado de miradas curiosas, que ven cómo el árbol perdido se va convirtiendo en una alegre selva de vida inanimada que anima el entorno. Una forma bellísima de que el árbol siga formando parte de la vida veleña. Y aunque nunca su verde volverá a dar sombra, la vida esculpida en su madera vieja dará color al paisaje y calor a la ausencia. Junto al otro ficus, atento a la transformación de su árbol amigo, yo también me paré a admirar el milagro de madera que va creciendo, ante los ojos de todos, de la mano de un creador sensible que mima las formas y ama lo que representan.

Como los brazos amorosos del ficus ausente, nos aferramos a las cosas que amamos y el tiempo se va llevando. Una mirada, un paisaje, una canción... Hoy, mis brazos se abrazan al recuerdo hermoso de un árbol que nos acogió bajo su sombra amiga durante mucho tiempo. Y aunque lloramos su ausencia, nos alegra saber que, aun sin esqueleto y desnudo de hojas, su alma centenaria seguirá latiendo entre nosotros. Y en el silencio de la noche, en sus ramas de nostalgia un gato feliz maullará a la luna.