Buscando a Beethoven
Cuando se cumplen 250 años del nacimiento del genial músico y compositor alemán, a lo largo del 2020, ‘Año Beethoven’, se han celebrado numerosos actos que nos recuerdan la vida y la obra de aquel divino sordo, considerado uno de los compositores más importantes de la historia de la música. Leo sobre él, su vida, sus miedos, sus pasiones, sus secretos..., mientras oigo su Sinfonía nº 5. Y entonces recuerdo, inevitablemente, el día en que empecé a interesarme por su música.
El verano pasaba, lleno de emociones nuevas, por aquel agosto que destapó la caja de los sueños de mis trece años. Primos y amigos de infancia compartíamos lúdicas tardes de paseos y calurosas mañanas de sol en piscinas naturales, a las que se llegaba por una senda verde llena de árboles y zarzamoras. Solíamos citarnos en una farmacia que seguía teniendo el arraigo familiar y la estampa de siempre: el mostrador, la vieja mesa de trabajo, las estanterías con frascos antiguos de cerámica con nombres de plantas medicinales. Entrando a la farmacia, había una pequeña habitación, que llamaban ‘la rebotica’, donde se sentaba a descansar el farmacéutico. Lo recuerdo en la mesa junto a la ventana, con su bata blanca y sus gafas, oyendo una música que a mí me parecía importante, grandiosa, solemne. “Siempre está oyendo a Beethoven” -me decía su hijo- . Y me fijé en él, en la expresión de su absoluto abandono a esa música que llenaba la habitación mientras cerraba los ojos en una actitud de total entrega a lo excelso. La Quinta Sinfonía sonaba con esos rotundos acordes primeros, ta-ta-ta-tan..., ta-ta-ta-tan, que la hacen inconfundible, y yo, mirando el semblante del farmacéutico, entregado a las notas bellísimas, pensaba, sin saber casi nada de Beethoven, que yo también quería conocer, sentir, empaparme de esa música maravillosa que me emocionaba.
A partir de ese día, buscaba el momento de oír cualquiera de las sinfonías que tanto gustaban al señor que cerraba los ojos para que nada le distrajera de esa íntima comunión con la música. En aquel tiempo, yo estaba más interesada en las músicas románticas que nos hacían vibrar con sus letras dulzonas, aunque ya entonces me gustaban esas zarzuelas que oía mi padre que me acercaron para siempre a las castizas verbenas, a las rosas del azafrán o a las mazurcas de las sombrillas, y que me siguen acompañando en este tiempo sereno que tan lejos queda de aquellas tórridas tardes de verano donde empecé a amar esa otra música sublime que me hace cerrar los ojos de pura belleza.
En el ‘Año Beethoven’, se suceden los homenajes, los conciertos, y esas charlas interesantes que nos acercan a él; con ellas he aprendido a pronunciar correctamente su apellido, he sabido más de esas trompetillas auditivas y esos cuadernos de conversación con los que se comunicaba cuando ya no oía casi nada y tenía que imaginar los sonidos internamente para poder componer. Que su sordera era la causa de su mal carácter y su mirada tristísima, y que aquellas cuatro notas tan especiales, tan conocidas, con las que empieza su Quinta Sinfonía eran su referencia al destino: “El destino, cuando llama a la puerta, hace así, ta-ta-ta-tan...” . Otros dicen que esas notas las inspiró el canto de una oropéndola que oyó cuando paseaba por el campo. 250 años después de que Beethoven naciera, su música grandiosa sigue viva, embelleciendo el mundo, porque él la creó “para la historia”. No hace falta entender de música para amarla: “Si te gusta la música, te gusta Beethoven”.
Después de aquella primera vez que empaticé con su sinfonía en la rebotica de una farmacia, busqué a Beethoven muchas veces. Lo busco también ahora y me dejo llevar por esos compases primeros tan especiales. Abro la caja del recuerdo de aquellos años jóvenes y siento que solo guarda la música, las notas de una emoción. Ta-ta-ta-tan... ta-ta-ta-tan...
El destino llamó a mi puerta y el tiempo, que “lava y desenvuelve, ordena y continúa”, como decía Neruda, hizo todo lo demás.