Buscando el otoño
Columna de Margarita García-Galán
Aunque oficialmente este año empezaba el 22 de septiembre a las 22 horas y 2 minutos, lo cierto es que el otoño por esos días estaba ausente. Nos bañábamos en la playa, paseábamos de noche sin rebeca y saboreábamos helados como en agosto. El humo de las castañas asadas empezaba a nublar la plaza sin que notásemos en el ambiente la más minina presencia del ‘desaparecido’. Solo la tímida lluvia de hojas muertas nos recordaba que, aunque invisible, estaba aquí.
No es mi estación favorita; me sabe a nostalgia y no veo en ella, como otros, “una segunda primavera, cuando cada hoja es una flor”. Cada hoja que cae envuelta en su color ocre, rendida a lo inevitable, me recuerda la flor que fue. Que ya no es. Mis otoños han sido casi siempre un desconcierto, una mezcla agridulce de sensaciones opuestas entre el colorido de amarillos sin vida, que visten la decadencia de un paisaje que nos anuncia el frío, y el romanticismo y la belleza de sus puestas de sol, un recital de anaranjados que embellece las tardes y se adentra en mi casa y en mi ánimo, traspasando el ventanal y mi nostalgia.
Hoy, envuelta aún en la calidez de una temperatura que no se corresponde con el calendario, he salido a la calle dispuesta a encontrarme con él. El abrigo, la bufanda, la música de Vivaldi y un coche que avanza por la carretera hacia paisajes más acordes con la estación que no quiere dejarse ver. Arropada por la armonía de una música que me hace imaginar bosques y jardines alfombrados de hojas muertas, la romántica tristeza de la lluvia mansa repiqueteando en los cristales, el viento desapacible que nos confunde..., voy buscando el otoño.
A lado y lado de la carretera, el campo nos muestra una imagen árida, carente de esos colores vivos que la lluvia, ausente también, realza. Los olivos lucen un verde polvoriento y los chopos airean sus hojas amarillas, ávidas de esa lluvia que tanto se hace esperar. La música de Vivaldi sube la intensidad de sus notas. El violín solista evoca ahora el cante y el baile de los campesinos celebrando la recolección de la cosecha; entre ocres, verdes oscuros y amarillos, baila también el soneto que inspiró al famoso compositor para crear su Otoño. (“Celebra el aldeano con bailes y cantos de la feliz cosecha el bienestar...”).
Entre violines que hablan, el coche avanza hacia un lugar lleno de árboles, donde un río transparente discurre mansamente bajo un pequeño puente vestido de hiedra. El lugar invita a pasear. Paro el coche, enmudecen los violines y salgo a respirar otoño. Entre juncos y árboles diversos, el riachuelo forma un remanso de agua donde un ejército de hojas muertas navega hacia ninguna parte al compás de la musiquilla fresca del río. Junto al puente, unos cipreses lucen orgullosos su espeso verde; todos menos uno, que aparece completamente seco mostrando su alargado esqueleto de ramas erectas, carentes de savia y desnudas de hojas. Es el ciprés más triste que he visto nunca. Se me antoja que llora. En un rincón tan hermoso, donde el agua y los pájaros ofrecen una música autóctona que no necesita partitura, el ciprés, abatido, llora su pena. El río, los árboles, los pájaros, y una familia de patos que aparece entre los juncos chapoteando felices en el agua fría... Sin orquesta ni partituras de músicos geniales, la naturaleza me envuelve cantando para mí su sinfonía de otoño. Él se me aparece, por fin, con sus sonidos, su destemplanza y sus colores de siempre. Ocres, verdes y amarillos dibujando un bello tapiz que invita a perderse en el soneto. Y en la melancolía de esas hojas muertas que van a la deriva soñando con renacer.
El azul del cielo empieza a teñirse de gris. La lluvia se anuncia. La bendita lluvia. Vuelvo al coche y a Vivaldi. Los violines me recuerdan que “el otoño es un andante melancólico que prepara admirablemente el solemne adagio del invierno”.
Cierro los ojos. Me siento bien. Buscando el otoño me perdí en la música de sus colores dormidos. Buscando el otoño, encontré el latido escondido de la primavera.