Coser un botón

Columna de Margarita García-Galán

Me vestía despacio esta ma­ña­na delante de un espejo con mucha historia. Las me­dias, el pantalón, la blusa re­cién planchada..., al tiempo que pensaba, mirándome de frente y de perfil, si estoy más gorda. De repente, como si el espejo quisiera co­rro­­bo­rar mi sospecha, de mi blusa blanca saltó por los aires un pequeño botón. Estoy más gorda, sí. Cogí una aguja, me puse mis gafas de cerca y me dispuse a arreglar el des­co­si­do. Y entonces, ¡oh milagro!, sucedió. Una energía nueva me invadía, corría por mis venas con una fuerza imparable y mi espíritu, más fuerte que nunca, se elevaba sin freno hasta el infinito. Sentí de repente que podía volar sin tener alas, que podía comerme el mundo si quisiera, pelear contra el viento y la marea de la in­justicia y ganar la batalla a la desolación. Hoy, al sol de una mañana cualquiera, con  mis gafas de cerca, mi aguja y mi dedal, convertida en otoñal Superwoman, he sentido el vértigo de lo im­posible, me he sentido única, invencible y poderosa. Hoy el cielo y la tierra me sonríen. Hoy he sentido la erótica del poder... Hoy he cosido un botón.

Envuelta en mi recién estrenada aureola de poder, recordé la tarde que enseñé a mis hijos a coser un botón. Se lo enseñé a la niña, y al niño, porque nunca hice distingos en su educación; lo del rosa y el azul siempre se me antojó antiguo. 

Con más o menos ganas, ellos atendieron mi lec­ción de costura  y apren­die­ron a coser un botón. Cuan­tas más cosas sepáis ha­cer, más indepen­dientes se­­réis, les dije. No se me ocurrió pensar entonces que estaba transfiriéndoles un poder: el poder de la costura. “Coser un botón em­po­dera”, ha dicho, hablando de fe­mi­nismo, una señora política, muy empoderada, de cuyo nombre no quiero acor­dar­me. 

Tamaño despropósito pa­rece una broma de mal gusto que nos devuelve a otra época, casi olvidada, de ran­cio sabor machista. Coser un botón puede ser útil, pero no empodera. Mi abuela cosía botones, bordaba sábanas, hacía filtiré y encaje de bolillo, pero su poder no traspasaba las lindes de su cocina. Su poder estaba entre los pu­cheros.

Empodera estudiar, pre­pa­rarse bien para el futuro, poder trabajar y tener un sueldo que te permita ser independiente. La señora po­lítica, a la que he oído otras muchas ‘perlas’ infumables, en su afán de mejorar la vida de las mujeres ha tenido la brillante idea de sugerir para ellas “una clase de costura”... ¡Una clase de costura!  A estas alturas de la vida, cuando las mujeres son mi­nistras, bom­­­­beros, as­­tronautas, mé­­­­­­­dicos... Cuando son las primeras en terminar las carreras uni­versitarias; cuando ocu­pan puestos de res­pon­sa­bilidad y demuestran día a día que se han empoderado en la sociedad, no por coser bo­tones, sino  eliminando ba­­rreras que ponen límites a su capacidad. 

Empoderarse es poder llegar hasta donde tu capacidad y preparación te permitan. 

Ser libre para ser maestra, enfermera o mo­dista, o para quedarte en casa cuidando a tus hijos y a tu familia si así lo decides. Aquella niña que aprendió entre juguetes a coser un botón se empoderó es­tu­diando, aprendiendo idi­o­­mas, trabajando duro entre pasajeros de ae­ro­puerto y enfermos de hos­pital. Y leyendo libros, que le hicieron tener un criterio propio, una mente abierta y un alma libre.

¿Una clase de costura? Mejor una de civismo, que prepare a niños y niñas para ser ciudadanos libres e iguales en una sociedad justa y tolerante, libre de fobias y credos excluyentes. 

Al sol de una mañana cualquiera, arreglado el des­cosido, me abrocho mi blusa y me miro al espejo de nuevo. No hay prodigio, no hay milagro, sigo siendo la misma de antes. Igual de libre, igual de feliz. No encontré la piedra filosofal, solo he cosido un botón.

Sentirse poderosa es no dejarse manipular con monsergas y mensajes pre­históricos que nos cortan las alas y nos devuelven al color amarillo de un tiempo oscuro al que no me gustaría volver.