Cuando un amigo se va

Él formaba parte de ese grupo de amigos adolescentes que adornaba, con su alegre desenfado, el paisaje veleño que me vio llegar un día de junio lejano en el tiempo. Su hermana fue una de mis primeras amigas de entonces, con la que compartí paseos por la carretera, guateques, mañanas de playa, tardes de jazmines y ajoblanco, misas de do­­mingo, secretos de amor... Y fue por mi amistad con ella que conocí a Gabriel. Era un chico amable, correcto, simpático, al que recuerdo entre jóvenes estudiantes paseando por las calles veleñas, hablando de libros, de ferias..., y de un futuro que estaba a la vuelta de la esquina.

El tiempo pasó deprisa y el futuro llegó. Casi sin darnos cuenta, él era un estupendo pediatra en Málaga y yo, estrenando casa y vida nueva, esperaba ilusionada la llegada de mi primer bebé. Gabriel se convirtió en su médico, un flamante y entrañable médico en el que pusimos toda nuestra confianza. Amable y seguro, era un profesional de esos en los que crees a ciegas. Las visitas a su consulta del Parque del Sur se hicieron indispensables cada vez que había un resfriado, un dolor de oídos, o cualquiera de las típicas enfermedades infantiles. Él nos atendía siempre con la calidad humana y el buen hacer que le caracterizaban, y una cercanía de amigos que nos llevaba a charlar de todo mientras los niños tosían o le enseñaban la garganta. En las manos de Gabriel pusimos la salud de nuestros hijos. Tosferinas, sa­­rampiones, exantemas súbitos..., y aquella neumonía que curó en un tiempo récord; recuerdo su cara de satisfacción comparando las radiografías del antes y el después de su diagnóstico, y a mi hijo tumbado en un sofá leyendo tebeos mientras cumplía a rajatabla el reposo que le había recetado su médico. Lo que él decía era para nosotros incuestionable, y su talante cariñoso una medicina más. Curar una dolencia, quitar el miedo con una sonrisa segura... Yo le debo a Gabriel buena parte de mi paz en esa etapa de la vida donde los niños te roban el sueño.

Hace unos días, Gabriel se ha ido. Cuando febrero se asomaba al calendario; cuando se abrían al paisaje veleño las flores tempranas de los almendros. Hoy, en un día lluvioso y gris, que entristece aún más su recuerdo, he sentido el impulso de escribir sobre él, a la vez que miro las viejas fotografías de aquel tiempo ilusionante que nos veía soñar. Desde un ayer en color sepia, entre amigos veleños, con su chaqueta, su corbata y su sonrisa de siempre, mira a la cámara y parece decir la frase que le oí tantas veces y que era un bálsamo para mi espíritu: “No pasa nada, no te preocupes, esto se cura”. Lástima que la medicina no pueda curarlo todo; lástima que se vayan tan pronto personas como él, amantes de su profesión, altruistas, generosos, que no hacen otra cosa que ayudar a la gente y hacer el bien. 

Pienso en la soledad de su mujer, aquella novia veleña de ojos grandes y melena oscura, tan cariñosa, tan serena, tan buena compañera para él. Pienso en sus hijos, que han recibido de sus padres la mejor herencia: una calidad humana extraordinaria, que espero les ayude a sobrellevar la ausencia. Yo no sé si habrá un después tras la frontera sutil que nos separa de la vida y los afectos, pero me gustaría creer que existe un paraíso, lleno de paz y eternidad, donde descansan las almas limpias como la de Gabriel. Que, allá donde esté, pudiera sentir el rumor del mar de siempre, la caricia cálida del viento terral, la luz violeta de Málaga..., la  fuerza y el amor de esa familia hermosa que mimará su recuerdo, y el agradecimiento y afecto de tantos pacientes y amigos que no le olvidarán.

Hoy, estos Sonidos al tiempo salen al aire envueltos en la tristeza de un adiós. El adiós al amigo, al entrañable médico de mis hijos, que curaba sus toses y mis miedos. Hasta siempre, Gabriel. Tu ausencia nos deja huérfanos de esas recetas tuyas que lo curaban todo, y nos sentimos un poco más solos, un poco más tristes.

Cuando un amigo se va, algo se muere en el alma.