Desde Hawái con amor

Columna de Margarita García-Galán

Cuando me casé, un día de enero de hace ya mucho tiempo, pensé que las bodas deberían ser siempre en verano. Estaba nublado y ha­cía frío, mucho frío, y re­­cuerdo que un familiar que venía del Valle del Tiétar me dijo: “Hoy el grajo vuela bajo, niña”.

Recordaba mi boda y el refrán mientras me acercaba a ese frío intenso que parece predecir el vuelo bajo del negro pájaro. Envueltos en abrigos y bufandas, llegamos al pueblecito de sierra donde se iba a celebrar otra boda de invierno. El grajo volaba a ras del suelo, y volví a echar de menos el verano. El día del enlace, 2 de febrero, la actualidad se movía bajo el azote de una  pertinaz borrasca que pintaba de blanco media España, y se llamaba, curiosamente, como la novia. 

En un hermoso lugar entre olivos, todo estaba listo para celebrar el evento. Los invitados iban llegando apretándose los chales y los abrigos. Españoles, americanos, ingleses, mejicanos... Una Babel de gentes mezclando estilos, acentos y afectos; todos con el denominador común de su cariño a los novios. Ella, cántabra; él, malagueño residente en Nueva York. Con un océano de por medio, la ausencia se hacía insoportable. Y decidieron acortar distancias para vivir la vida juntos. Hasta ese momento, ellos cruzaban los cielos del mundo volando con alas de sueños. Él, risueño y hábil piloto; ella, pasajera inquieta, ávida de paisajes nuevos. El destino templó las alas y les fue acercando; los vientos favorables guiaron sus pasos hasta un lugar de ensueño, un particular paraíso de playas doradas, de brisas cálidas, de aguas cristalinas de azul intenso... Allí, escondido tras una palmera, Cupido les esperaba poniendo a punto sus flechas de amor. Y la diana fue rotunda. La playa de Waikiki, con forma de luna creciente, fue testigo de sus primeros suspiros y del arrítmico latido de sus corazones. Ella le dijo “aloha” con la más tierna de sus sonrisas, y él se rindió a su encanto, y le puso su nombre a todas las olas del mar. 

Decidieron hacer el viaje de su vida, unir sus alas y sus sueños para volar juntos con el mismo latido. “Para mi corazón basta tu pecho / para tu libertad bastan mis alas”. Y sellaron su compromiso un día de noviembre en una ceremonia íntima en la paradisíaca playa de Waikiki donde se conocieron, junto a ese mar que tiene para ellos un significado especial. Se vistieron de blanco, se adornaron con exóticas flores y, al más puro estilo hawaiano, un Kahuna los casó con música de ukelele cantando un mele. Los novios se intercambiaron guirnaldas de flores y se prometieron amor eterno: Me Ke Aloha Pumehana. Cerraron los ojos, juntaron sus frentes, y fundieron sus almas para siempre.

Tan bella ceremonia quisieron repetirla en el pueblecito de Madrid donde volvían a casarse, esta vez compartiendo su felicidad con familiares y amigos. Fue una hermosa boda en español y en inglés, con un jovencísimo padrino con pajarita y un Kahuna espacial que  ofició las dos ceremonias, hawaiana y española. Lucían los novios sus guirnaldas, se oyó el ukelele y el mele del Kahuna, y volvieron a decirse bajito:  Me Ke Aloha Pumehana. El grajo volaba tan bajo que empezaron a vestirse de nieve los olivos del jardín. Los pequeños copos caían mansamente sobre los árboles, y a pesar del frío salí a sentir en la piel su blanca y hermosa levedad. Qué momento más bello. Dentro, música, flores, fotos, abrazos, besos y risas compartidas. Fuera, el gélido silencio de un cielo grisáceo que derramaba serenamente sus lágrimas blancas. Mirando la magia de mi alrededor, pensé que a la boda no le faltaba el verano: lo traían los novios en los ojos desde el paraíso azul donde se enamoraron. A partir de ahora vivirán en su Waikiki de Brooklyn, sin olvidar sus raíces: las playas de Torre del Mar, los jardines de Piquío, los espetos, el cocido montañés... El sol de Málaga calentará el recuerdo. El verde de Cantabria suavizará la ausencia. Aloha, Jose y Helena. Aloha.

Que sea vuestro viaje un camino de soles espléndidos y largas lunas de miel.