Desfile Dorado
Una de las cosas que más he añorado en este largo año de pandemia ha sido poder viajar, visitar esos lugares del mundo, tantas veces soñados, que te llenan los ojos de belleza y te dejan en el alma una huella imborrable. Recuerdo ahora cuando prepará- bamos, con los amigos de siempre, un viaje que nos hacía especial ilusión: conocer Egipto, un viejo sueño compartido. Hablábamos de ello una tarde y recuerdo que mi amigo Paco Montoro, que ya lo conocía, me dijo: Ir a Egipto no es un viaje, es El Viaje. Imaginé lo que habría significado para él, apasionado historiador, visitar esos lugares que guardan tanta historia, tantos tesoros de una civilización tan antigua, tan misteriosa, tan apasionante. En mi charla con él, su entusiasmo multiplicó por mil mis ganas de conocerlos.
Hicimos el viaje. Durante unos días navegué por el Nilo y fui de belleza en belleza, de emoción en emoción. Inenarrable lo que sentí delante de las pirámides: cinco mil años me contemplaban y yo no podía apartar mis ojos de aquella maravilla. Visitar los templos, descubrir Abu Simbel, recorrer el Valle de los Reyes..., y entre excursión y excursión, el regalo de un amanecer en el desierto que no estaba en el programa y me dejó sin palabras. Egipto, con su historia y su leyenda, me impresionó. Su recuerdo me acompaña especialmente ahora, que se ha retransmitido al mundo la insólita procesión de sus momias por las calles de El Cairo. Con una puesta en escena espectacular, las momias de 22 faraones y reinas recorrían, en un solemne Desfile Dorado, la distancia entre el Museo de Egipto hasta el Nuevo Museo de la Civilización Egipcia, donde las momias continuarán su misterioso camino a la eternidad.
Estar delante de un sarcófago sobrecoge. Ver de cerca la momia de Tutankamon, más de tres mil años después, es una experiencia estremecedora. Estuve un buen rato mirándola en el museo, imaginando la vida de aquel joven faraón que accedió al trono siendo un niño. Entre el asombroso ajuar encontrado en su tumba estaba su famosa máscara funeraria, de oro, vidrio y turquesas. La recuerdo mientras veo las imágenes de la solemne procesión de los faraones, en sofisticadas carrozas minuciosamente preparadas para que las momias no sufrieran el más mínimo daño. La Plaza Tahrir esperaba el cortejo iluminada con antorchas y luces de colores al son de tambores en directo. Al caer el sol desfilaban los coches dorados con los sarcófagos, cada uno con su nombre y sus símbolos, hacia su nuevo lugar de reposo. Tutmosis I, Ramses II, Reina Ahmose Nefertari..., y Hatshepsup, la reina-faraón que reinó 20 años, aunque las mujeres no podían reinar. Visitar su bellísimo templo funerario, “el sublime de los sublimes”, es otro de mis recuerdos inolvidables. Las momias recorrían las calles mientras sonaba la Orquesta Sinfónica de la Ópera de El Cairo y una coral de cien cantantes. Con honores reales, música solemne y salvas de cañonazos, fueron recibidos por el presidente de Egipto, que esperaba en la puerta del museo a aquellos que, miles de años atrás, gobernaron la tierra que él preside ahora. El fastuoso desfile en homenaje a ellos, ha sido el mejor escaparate al mundo.
Aquellos que no conozcan Egipto, sentirán el deseo de hacer El Viaje. Conocer su apasionante civilización, y tantos tesoros descubiertos bajo la arena del desierto, que siguen apareciendo todavía. Y los que ya fuimos una vez, sentimos unas enormes ganas de volver. Volver a la quietud del Nilo, a sus majestuosos templos, al misterio de sus pirámides..., y cruzar el desierto de noche soñando con bellezas milenarias, y despertarse de pronto con otra belleza mucho más antigua todavía: el milagro de luz de un sol naciente, anaranjado y radiante, iluminando mi asombro y el silencio amarillo de las arenas. Aquel momento, el sublime de los sublimes, me lo traje en la retina para siempre. Aún brilla en mi memoria aquel sol de amanecer. Aún me emociona. Aún me ciega su luz inmortal.