Después de la tormenta

Artículo de Margarita García-Galán

El verano llega su fin envuelto en las impactantes imágenes de pueblos anegados, cas­ti­ga­dos, abatidos por una gota fría, especialmente des­tru­c­tora, que arrasa campos y ciudades dejando a su paso la más cruda imagen de la de­so­lación. Esto ha pasado siem­pre -dicen algunos-. No como ahora. El cambio climático no es ninguna broma, el ca­len­tamiento global es un hecho innegable que habría que tomarse mucho más en serio. El mar se calienta y crece, el cielo se enfada y descarga su ira con espectaculares tormentas, huracanes que barren el paisaje, lluvias torrenciales que desbordan los ríos ahogando los campos, las calles, las casas..., llevándose por delante la vida de muchas personas.

Hace unas semanas, paseando por un puente romano de rancio sabor histórico en un pueblecito que me gusta frecuentar, un anciano con bastón pasaba a mi lado  y me saludaba amablemente, al tiempo que decía, mirando al cielo, que iba a llover. Me contaba  que antes  llovía mucho. Tanto, que al pueblo lo llamaban ‘el orinal de cielo’. Recordaba que recogían mucha leña para las chimeneas por si no podían salir en varios días, y si alguien preguntaba “¿mañana, qué?”, la respuesta era “mañana, lumbre”. Llovía mucho entonces, sí. Me recuerdo jugando en la calle metiéndome en las charcos con mis botas katiuskas. Y recuerdo a mi abuela recorriendo la casa cuando había tormenta tocando una campanilla “que espantaba los truenos”. Esa campanilla duerme ahora tras el cristal de un mueble en mi comedor. A veces, cuando hay tormenta, tengo la tentación de sacarla y tocarla como hacía ella. Pero no me atrevo, por si se rompe la magia del recuerdo. Se lo contaba así al amable vecino con el que charlaba en el puente, y le decía también que un tío mío, que miraba tras los cristales la lluvia mansa que caía sin parar desde hacía nueve días,  decía complacido “¡Qué bien llueve!”. 

Ajeno al calen­tamiento global y a políticas medio­ambientales, el señor del bastón asentía con la cabeza y añadía: “Ahora no llueve tan bien. O se nos secan los campos o se nos anegan... Algo estamos haciendo mal”.

Veo las sobrecogedoras imágenes de los efectos de la gota fría y el estupor, la pena y la rabia de los que lo han perdido todo, y pienso, como el vecino del pueblo, que algo estamos haciendo mal. Oigo las diferentes voces que nos hablan de los fenómenos atmosféricos con todo detalle; nunca hemos sabido tanto del clima como ahora. Nos explican cómo se forman los huracanes, las tormentas, la gota fría, y nos dicen las causas que los provocan. Sin lugar a dudas, la actividad humana tiene mucho que ver en ello. Agresiones a la atmósfera, contaminación, emisiones de gases, utilización excesiva de fertilizantes, desforestación de las selvas tropicales... etc., etc. La naturaleza se resiente, se desequilibra y se queja con su voz de trueno. Decía un meteorólogo, hablando del aumento de la temperatura del mar, que parece que un grado más no tiene importancia, pero es como el que va acumulando agravios sin enfadarse y aguanta y aguanta, hasta que llega un momento en que no puede más  y estalla.

El planeta se calienta, los polos se derriten, el mar crece... Hay un cambio en el clima, aunque no quieran verlo algunos insensatos que, más que hacer política, negocian con la política. Los planes para paliar un problema tan serio son incómodos, impopulares y a largo plazo. Y parece que no es rentable invertir en futuro. Después de la tormenta vendrá el balance, el propósito de enmienda, las promesas que no siempre se cumplen... Después de la tormenta no siempre viene la calma. ¿Y mañana, qué?

Deberíamos mimar el presente para dejar una herencia hermosa a las generaciones venideras. El futuro es algo intangible que se ve muy lejano, pero invertir en futuro es apostar por la vida. Aún estamos a tiempo para que la respuesta a la pregunta “¿mañana, qué?”, no  sea “mañana...,  nada”.