El abrazo del árbol

Durante mucho tiem­po, asomarme al balcón de mi casa era llenarme los ojos del frondoso verde de un árbol que reinaba, con sus po­derosas ramas abiertas, en el patio de una casita blanca. 

En él vivían los pájaros: mirlos, gorriones, tórtolas..., que alborotaban con su ajetreo la apetecible penumbra de hojas que les servía de hogar. Un gato rubio, que solía dormitar al sol de un tejado cercano, seguía su distraído revoloteo, quizá pensando que alguno podría servirle de suculento desayuno. El felino también se acercaba de vez en cuando a tumbarse en alguna de sus rugosas ramas a disfrutar del fresquito íntimo cuando hacía calor. La vida se movía bulliciosa alrededor del viejo árbol, que seguía creciendo impenitente regalando su verde y su sombra ancha a los habitantes de la casita. Y a mí me alegraba el paisaje el animado verde que adornaba mi horizonte y me daba los buenos días cuando salía al balcón.

Siempre me han gustado los árboles, será porque mi infancia jugaba a su sombra; será porque su bucólica presencia me hacía sentir que estos pacíficos gigantes vigilaban mis juegos. Siempre recordaré un precioso manzano familiar que daba sombra a un patio de pueblo adornado de hortensias. El árbol ya estaba antes de hacer la casa y el patio se imaginó respetando el manzano. Alrededor de su tronco hicieron una mesa de madera rústica donde nos sentábamos a comer o a charlar. Bajo aquellas ramas poderosas asomaban las manzanas verdes, tersas y un poco ácidas, que coloreaban el árbol y perfumaban el aire. El manzano era el rey absoluto del patio, bajo su sombra pasaba el tiempo y yo maduraba, como sus manzanas, al sol de la infancia.

Hace unos días, me levanté temprano, y con mi humeante taza de café, salí al balcón a mirar, como siempre, el color de la mañana. De repente, me encontré con un paisaje nuevo: no había árbol, no había pájaros, sólo un espacio polvoriento y gris y un gato perplejo que miraba desde el tejado el deprimente vacío de unas ramas que ya no darán más sombra. El árbol perdió el pulso al asfalto, que siempre acaba ganando. Pensando en ello, sintiendo cierta pena por la ausencia, recuerdo que, hace poco, supe de alguien que siente lo mismo que yo. Es un señor de 84 años, que se mantiene asom­bro­samente joven y ac­ti­vo gracias a una particular receta que tiene a gala compartir: “No fumo, no bebo y cada día me abrazo a un árbol”. Él siente el impulso, el latido, la fuerza imparable de esa savia tan sabia que fluye por las venas de su viejo tronco. El abrazo del árbol le transmite vida. Luis Cantero, que así se llama mi desconocido amigo, comparte conmigo el amor por los árboles; seguramente, le han contado que yo también me abrazo a los troncos de esos entrañables amigos verdes que nos regalan su oxígeno y su belleza y nos transmiten paz. Y algún secreto de vida que su corazón de madera esconde para los que sepan descubrirlo. Abrazar un árbol es sentir la vida, el pulso del mundo, el paso del tiempo, el milagro de la naturaleza. Luis Cantero y yo lo sabemos bien.

El paisaje desde mi balcón ha perdido encanto; próximamente crecerá en él una pared de ladrillo que se llenará de tendederos y ventanas con vistas al ajetreo cotidiano. El árbol, ‘mi árbol’, perdió la batalla, como muchos otros que pasan a peor vida en aras de un mal entendido ‘progreso’. Pensaré en el árbol perdido cuando me asome al balcón en futuras mañana de sol y café. Pensaré en los pájaros que se quedaron sin nido, en las tórtolas que no se arrullarán más en sus amorosas ramas abiertas, y en el gato arrabalero, que sigue desconcertado en el tejado mirando la nada, añorando la sombra fresca donde dormitaba en paz.

Mi abrazo eterno al árbol ausente, a todos y cada uno de los que tienen un futuro incierto y al manzano de mi infancia, que sigue entre hortensias verdeando y oxigenando vidas, aunque sus dueños de entonces ya no están. Se fueron a esa otra orilla donde el progreso no importa.

“Y yo me iré. Y se quedará mi huerto con su verde árbol, con su pozo blanco... Y yo me iré, y se quedarán los pájaros cantando”.