El alma del color
Veinte años después de su primera exposición en la Casa Fuerte de Bezmiliana, se abrían sus puertas de par en par para dejar entrar, de nuevo, el torrente de luz y color que lo inunda todo, y que la magia del pincel de Evaristo Guerra convierte en paisajes floridos, trocitos de primavera enmarcados con mimo en lugares hermosos, al aire y al sol de su tierra veleña, que nos enseñan, nos contagian y nos acercan la grandeza y la hermosa diversidad del paisaje de la Axarquía. ‘El alma del color’, de Evaristo Guerra, vuelve a engrandecer las paredes del emblemático lugar con muralla y torreones de Rincón de la Victoria.
No es un secreto que la pintura de Evaristo es una de mis debilidades. Que me gusta soñar a la sombra de sus almendros, pasear por esos senderos de montes azules salpicados de amapolas, perderme en la quietud de sus tardes de luna, pensar en la vida mirando por la ventana de esa casita con luces de amanecer, sentir la calma de tardes verdosas y noches violáceas de octubre, embelesarme con esa luna rosa cobijando almendros que enamoran con su luz. Pueblos blancos abrazados por el color impactante de campos y montes preñados de naturaleza viva... El alma del color se adivina, se siente, se palpa en todos ellos. Evaristo Guerra presentaba su exposición rodeado de amigos, familiares, pintores, poetas, escritores, escultores, gente del arte que sabe de su obra, que conoce y admira esos colores con alma que son tan únicos, tan especiales, tan suyos.
Decía el pintor veleño que los colores tienen que transmitir, decir algo, emocionar, y solo los colores con alma lo consiguen. Decía también que le gusta poco hablar en público, pero que habla mucho con sus colores en la intimidad de su estudio cuando está pintando. Él les habla y ellos callan. Yo creo que no responden porque se quedan mudos al contemplar el milagro de su pincel jugando con ellos; cómo, paso a paso, miles de puntitos blancos se van convirtiendo en diminutas florecillas que pueblan las frondosas ramas de un hermoso almendro solitario que reina entre amapolas, en un manto de verdes que alfombran el campo hasta llegar al azul del mar que asoma en el horizonte... Blancos, verdes, rojos, azules..., colores que inundan los ojos, colores que hablan, que transmiten... Colores con alma.
Alma tiene ese blanco níveo de primavera en Sierra Tejeda. Alma tiene el violeta de esa casita perdida en el campo donde no me importaría empadronarme, como decía el poeta Alcántara. Él, grande entre los grandes, decía de Evaristo que era “pastor de olivos, hermano de las amapolas, capitán de los almendros”. Se lo escribió en un bellísimo artículo que le dedicó y que empezaba así: “No se lo ha contado a nadie, sin duda por modestia, pero cuando termina de pintar un cuadro le florecen los pinceles”. A mí no me extrañaría que eso fuera cierto; tan acostumbrados están a crear y acariciar primaveras, que ellos mismos se abren como flores nuevas rendidas a la belleza del paisaje recién nacido. Paisajes soñados que nos llevan entre olivos por el camino del cerro en Navidad; que nos empujan a subir la escalera de una casa adornada de florecillas y almendros que transmite un sosiego azul que invita a quedarse. Y las naranjas en las sombras, y la azotea para soñar, y la tarde con luna, y la plaza... Y ese majestuoso olivo donde el autor busca con la espátula el alma del color; los pinceles han bailado en esas ramas verdes en donde duermen tan cómodas las notas violetas que hermosean el árbol en una armoniosa sinfonía que contrasta con el rosa-magenta donde se asienta. Ese olivo tiene vida. Y su color tiene alma. Mirando ese olivo con alma, siento, como decía Neruda, “que asciendo entonces al árbol sombrío que canta en la sombra”.
Preciosa esta nueva exposición de Evaristo Guerra que nos muestra, a todo color, el color de su tierra, el alma del color y el color de su alma.
Y, como dice mi amigo y admirado historiador Paco Montoro, las cosas con alma no nos dejan indiferentes.