El aroma del verano

Columna de Margarita García-Galán

Bajo la luz azulísima de una mañana de sol, recorro el camino de arena que dibuja en la playa un ventilado y distraído espacio para pa­sear. Deportistas, cami­­­nan­­- tes solos o acompañados rec­orren la apetecible ve­reda de tierra que huele a mar. El sol calienta, la brisa refresca y me acompaña el vaivén de las olas y un aleteo de gaviotas que pone música al relajante paseo. Cuando se acerca el 21 de junio, el aroma del verano lo envuelve todo.

Dicen que los olores son los recuerdos que más tiem­­po permanecen. La me­moria olfativa es capaz de guardar en nuestro ce­rebro un aroma que, al evocarlo, nos traslada al lugar o momento en que lo olimos por primera vez. Mi memoria guarda algunos aromas que me llevan en volandas a momentos pre­cisos de veranos lejanos que se conservan intactos en esos olores diversos que los mantienen vivos. Re­cuerdo siempre que, hace ya muchos años, en un jardín familiar cercano a este mar que frecuento, me acerqué a una menta fron­­dosa que llenaba de verdes una encalada pared. Cogí una hoja, cerré los ojos y aspiré su aroma, y ese olor me llevó, de inmediato, traspasando la barrera del tiempo, a una casita entre pinares junto a un ria­chuelo cristalino donde su dueño, mi padrino, en­fria­ba una limonada recién hecha que había preparado para nosotros. Recuerdo có­mo estrujaba los limones con un vaso pequeño en un barreño de zinc que luego ponía a enfriar en el riachuelo; la musiquilla del agua suena en mis oídos con la nitidez del recuerdo vivo envuelto en el aroma de esa menta olorosa que crecía en su orilla y per­fu­maba la tarde de verano entre viandas sencillas de pueblo, aderezadas con la sal y la pimienta de la entrañable charla familiar. El aroma de esa menta de sierras lejanas, que crece a orillas del mar sin sentirse extranjera, me llevó a ‘Venero blanco’ y me sentó junto a una mesa de ma­dera vieja debajo de un man­zano y una parra que prestaban su sombra al gratísimo momento fami­liar. Lo vi todo, mi memoria olfativa me llevó a vivir de nuevo ese día de agosto de infancia como si estuviera otra vez allí. “¿Quieres más limonada, niña? Está muy fresquita”. 

Patatas revolconas con torreznos en platos de loza antigua, vino casero en po­rrón, pan de pueblo de ese que tanto gustaba al poeta Alcántara y que tanto me gusta a mí. Higos maduros envueltos en hojas de hi­gue­ra en un cesto de mim­bre colgado en una ra­ma del manzano; moras, uvas, cerezas..., un festival de veraniegos sabores mez­clando aromas y sen­­­­sa­­­ciones. Fijándose en mi memoria para siempre.

El aroma del mar que veo ahora también me recuerda momentos de vida vivida que guardo entre la sal y la brea de la brisa marina; se agitan con el poniente y el levante y se conservan jóvenes envejeciendo con­migo al compás de las olas. El aroma del verano junto al mar me lleva sin querer a ese primer encuentro con él. Soplaba el levante, que se llevó mi sombrero y le­van­taba mi falda, y las olas bailaban una danza fre­né­tica que agitaba con fuerza su espuma blanca. Cerré mis sorprendidos ojos para beberme el aire y sentir mejor su música, una mú­si­ca nueva para mí que ima­giné muchas veces en la distancia con el deseo fer­viente de encontrarme con ella, de conocer el mar alguna vez.

Precisamente hoy, cuan­do escribo, se celebra el Día Mundial de los Océanos y veo el hermoso vídeo que me manda un buzo en­tu­siasta que me enseña esos maravillosos fondos ma­ri­nos que le encanta des­cubrir. Lo veo bajo el mar en­tre azules cambiantes, bur­bujas de aire y peces de mil colores sintiendo emo­cionado el sobrecogedor si­lencio, la belleza y la paz increíble de su alrededor. Su memoria olfativa guar­dará, como la mía, esos aromas marinos que lo aco­mpañarán para siempre y le devolverán momentos úni­cos, inolvidables, de esos gratificantes paseos bajo el mar.

Por la vereda de arena sigo andando, distraída, relajada, reviviendo mo­mentos que me devuelve el aire que respiro. El aroma del verano me oxigena el alma.