El aroma del verano
Bajo la luz azulísima de una mañana de sol, recorro el camino de arena que dibuja en la playa un ventilado y distraído espacio para pasear. Deportistas, caminan- tes solos o acompañados recorren la apetecible vereda de tierra que huele a mar. El sol calienta, la brisa refresca y me acompaña el vaivén de las olas y un aleteo de gaviotas que pone música al relajante paseo. Cuando se acerca el 21 de junio, el aroma del verano lo envuelve todo.
Dicen que los olores son los recuerdos que más tiempo permanecen. La memoria olfativa es capaz de guardar en nuestro cerebro un aroma que, al evocarlo, nos traslada al lugar o momento en que lo olimos por primera vez. Mi memoria guarda algunos aromas que me llevan en volandas a momentos precisos de veranos lejanos que se conservan intactos en esos olores diversos que los mantienen vivos. Recuerdo siempre que, hace ya muchos años, en un jardín familiar cercano a este mar que frecuento, me acerqué a una menta frondosa que llenaba de verdes una encalada pared. Cogí una hoja, cerré los ojos y aspiré su aroma, y ese olor me llevó, de inmediato, traspasando la barrera del tiempo, a una casita entre pinares junto a un riachuelo cristalino donde su dueño, mi padrino, enfriaba una limonada recién hecha que había preparado para nosotros. Recuerdo cómo estrujaba los limones con un vaso pequeño en un barreño de zinc que luego ponía a enfriar en el riachuelo; la musiquilla del agua suena en mis oídos con la nitidez del recuerdo vivo envuelto en el aroma de esa menta olorosa que crecía en su orilla y perfumaba la tarde de verano entre viandas sencillas de pueblo, aderezadas con la sal y la pimienta de la entrañable charla familiar. El aroma de esa menta de sierras lejanas, que crece a orillas del mar sin sentirse extranjera, me llevó a ‘Venero blanco’ y me sentó junto a una mesa de madera vieja debajo de un manzano y una parra que prestaban su sombra al gratísimo momento familiar. Lo vi todo, mi memoria olfativa me llevó a vivir de nuevo ese día de agosto de infancia como si estuviera otra vez allí. “¿Quieres más limonada, niña? Está muy fresquita”.
Patatas revolconas con torreznos en platos de loza antigua, vino casero en porrón, pan de pueblo de ese que tanto gustaba al poeta Alcántara y que tanto me gusta a mí. Higos maduros envueltos en hojas de higuera en un cesto de mimbre colgado en una rama del manzano; moras, uvas, cerezas..., un festival de veraniegos sabores mezclando aromas y sensaciones. Fijándose en mi memoria para siempre.
El aroma del mar que veo ahora también me recuerda momentos de vida vivida que guardo entre la sal y la brea de la brisa marina; se agitan con el poniente y el levante y se conservan jóvenes envejeciendo conmigo al compás de las olas. El aroma del verano junto al mar me lleva sin querer a ese primer encuentro con él. Soplaba el levante, que se llevó mi sombrero y levantaba mi falda, y las olas bailaban una danza frenética que agitaba con fuerza su espuma blanca. Cerré mis sorprendidos ojos para beberme el aire y sentir mejor su música, una música nueva para mí que imaginé muchas veces en la distancia con el deseo ferviente de encontrarme con ella, de conocer el mar alguna vez.
Precisamente hoy, cuando escribo, se celebra el Día Mundial de los Océanos y veo el hermoso vídeo que me manda un buzo entusiasta que me enseña esos maravillosos fondos marinos que le encanta descubrir. Lo veo bajo el mar entre azules cambiantes, burbujas de aire y peces de mil colores sintiendo emocionado el sobrecogedor silencio, la belleza y la paz increíble de su alrededor. Su memoria olfativa guardará, como la mía, esos aromas marinos que lo acompañarán para siempre y le devolverán momentos únicos, inolvidables, de esos gratificantes paseos bajo el mar.
Por la vereda de arena sigo andando, distraída, relajada, reviviendo momentos que me devuelve el aire que respiro. El aroma del verano me oxigena el alma.