Ellos que sienten y padecen

Columna de Margarita García-Galán

Como si de un regalo de Reyes se tratara, el día 5 de enero entraba en vigor la ley que reconoce la capacidad de sentir de los animales de compañía. Se consigue, por fin, que dejen de ser considerados cosas y pasen a ser por ley lo que siempre fueron: seres vivos, que sienten y padecen. Como ya hicieran antes otros muchos países, el Congreso aprueba una ley necesaria, considerada por muchos una victoria moral.

Para los que amamos a los animales y disfrutamos viéndoles vivir, es una magnífica noticia. Ya era hora de que ellos, que forman parte de nuestra vida, que nos dan cariño y compañía a cambio de nada, que nos ayudan, nos protegen y hasta nos salvan la vida, dejen de ser considerados cosas. Las cosas no devuelven el cariño que les das; las cosas no sufren si se las ignora, se las maltrata o se las abandona. Durante muchos años, tuvimos en casa dos perros y dos gatos que tenían historias tristes detrás, que afor­tu­na­damente olvidaron al calor de nuestra familia. Con nosotros vivieron felices y sin sobresaltos, bastantes tuvieron ya antes de que los recogiéramos de la calle hambrientos, con síndrome de abandono o a punto de ahogarse en una acequia pestilente. Todos entraron a formar parte de nuestra familia. Crecieron jugando con  nuestros hijos, durmiendo en su habitación, enroscándose en nuestro regazo, ronroneando en el sofá... Ladrando y maullando alegres, sabiéndose queridos. Jamás fueron cosas para nosotros; siempre fueron lo que eran: seres vivos sintientes. En nuestra casa vivieron cuidados y protegidos hasta el final; nos dejaron su doliente ausencia cuando se fueron y el recuerdo hermoso de su cálida presencia. Y nos dejaron, además, el sentimiento gratificante de haberles rescatado de una mala vida para hacerles felices hasta sus últimos días. Nosotros salvamos sus vidas y ellos alegraron la nuestra con su entrañable presencia, con su cariño sin medida y su lealtad eterna. 

No es un secreto que adoro a los animales. Que se me revuelve el estómago cuando veo que los maltratan o los abandonan. Es igual de lícito que te gusten o que no te gusten, que los tengas o no los tengas. Pero lo que es una vileza imperdonable es que se tengan mal cuida­dos, que se les maltrate o se les abandone. La violencia contra ellos es un reflejo de otras violencias; quien es violento con los animales pro­bablemente lo será también con las personas. A partir de ahora, determinados comportamientos vejatorios no se permitirán; se tendrá la obligación de cuidarlos debidamente y, en caso de accidente de tráfico, por ejemplo, tendrán que ser atendidos y no ser considerados como una maleta. Los animales son seres vivos que sienten y padecen, y una sociedad moderna debería erradicar cualquier forma de maltrato; es descorazonador que en nuestro país se abandone un perro cada cinco minutos. Perros y gatos que se abandonan a diario, gallos obligados a pelear, galgos colgados de los árboles por sus dueños cuando ya no son útiles para cazar, toros de fuego o lanceados cruelmente en fiestas de pueblo, o sufriendo una tortura entre capotes de grana y oro al son de pasodobles y olés... Espectáculos bochornosos que denigran la raza humana. Bienvenida sea esta ley que nos iguala a otros países y velará -ya era hora- por el bienestar de los animales que nos acompañan. No obliga a quererlos o a tenerlos: sólo evitará su desamparo. 

No hace tanto tiempo, yo estaría escribiendo este artículo sintiendo el relajante ronroneo de mi gato en el brazo; a él le gustaba mirar mis escritos y a mí me encantaba sentir su calor y el sedoso tacto de su pelo rubio. Su serena presencia me llenaba de paz. Mi gato era mi musa. Mi gata se extasiaba conmigo mirando a los vencejos. Mi precioso pastor belga llenaba la casa con su negra y elegante presencia. Mi adorable perrillo blanco jugaba contento y agradecido a mi alrededor... Todos fueron importantes; todos fueron mi familia. Pienso en ellos con nostalgia mientras celebro que hayan dejado de ser cosas para ser seres sintientes. Para mí, que les quise y les lloré sin complejos, siempre lo fueron.