Esas piedras que me hablan

Columna de Margarita García-Galán

Llegué a la plaza del pueblo caminando despacio, mirando a mi alrededor como si fuera la primera vez. Junto a la iglesia de piedra, unos árboles y unos banquitos in­vitan a sentarse. Enfrente, el Ayuntamiento, con el am­plio balcón de piedra donde ondea al viento la bandera que me es tan familiar, con su castillo en llamas y el lema ‘Siempre incendiada y siempre fiel’. Arenas de San Pedro me recibe en agosto con aires de fiesta, engalanada como siempre con su inmortal vestido de piedra.

Me siento en el banco junto a la iglesia que enseña orgullosa la torre renacentista que en invierno corona el blanco ajetreo de las cigüeñas. Me hablan las piedras. Me cuentan historias antiguas que se quedaron atrapadas en el aire de esa placita y en el desván de mi memoria. Suenan las campanas y el viejo reloj me lleva a una misa imaginaria. Veo a mis amigos y a gente de mi familia sentados en los bancos, oyendo el sermón de un cura con el que se confesaba mi entrañable tía, que en su celo por estar a bien con Dios, contaba sus pecados y también los de su hermano, “que llegaba tarde a misa”. Me recuerdo jugando en esa plaza, leyendo, sin comprender nada, la larga lista de nombres grabados en la pared junto a la puerta. “Cosas de la guerra, niña, que tú no puedes entender”. Los niños decíamos los nombres en voz alta, jugando a adivinar quiénes eran y por qué estaban allí. Ahora, que ya no están, las piedras siguen hablando, pero han pasado página, esa oscura página de la historia. La pared desnuda transmite paz. Es menos triste; más de todos. 

Hago fotos, muchas fotos. De las casas viejas, que conservan sus balcones de madera y las parras que daban sombra a la vida sencilla de mis antiguos vecinos; de las calles empedradas, que me parecen preciosas aunque sean “incómodas para los viejos”, como dice la señora de aspecto cansado que se ha sentado conmigo en el banco de la plaza.

Le cuento que conozco el pueblo, que una vez viví allí, y entonces se anima a recordar conmigo. Me cuenta que cuando era joven bailaba en esa plaza al son de una gaita y un tambor. “La gaitilla sí que era bonita, y no el ‘cencerreo’ que hay ahora”.  Le digo que yo también la conocí, que esa musiquilla es una de las cosas que no he olvidado nunca. La señora se va y yo sigo con mis fotos capturando momentos. Las mismas calles, distintas gentes… Recorrer el pueblo me emociona. Y caminando so­bre esos ‘gorrones’ incómodos para pies cansados, llego al puente medieval, uno de los rincones que más me habla. Cruzar esa calzada ro­ma­na, tocar sus piedras históricas, mirar cómo el río discurre bajo él cantando y saltando entre las piedras que el abrazo del tiempo y la caricia del agua suavizaron. Me hablan esas piedras blan­cas, me cuentan los juegos de unos niños que saltaban al agua sin miedo desde las más altas. Se escondían las ranas, revoloteaban las libélulas y los juncos se do­bla­ban rendidos a la co­rriente. Y ellos chapoteaban fe­lices en el único mar que co­nocían. Refrescada el al­ma con el baño de infancia, si­go hasta el Castillo del Con­destable Dávalos, que mantiene su imponente y hermosa estampa medieval en pleno casco urbano. El castillo fue entregado como dote a doña Juana Pimentel cuando se casó con don Álvaro de Luna. Ella sería, tiempo después, la ‘Triste Condesa’ que lloraba la muerte de su marido y que dio nombre a la calle donde aún está, con sus balcones abiertos a otras vidas, la casa de mis abuelos. 

Meriendas en los pinares, ba­ños en las pozas, anocheceres en las animadas ca­lles… Una senda sentimental que me lleva por último al Santuario de San Pedro, con sus cruces de piedra, sus penumbras y esos silencios que hablan. Me dicen que por allí pasaron muchos de mis afectos. Unos, con su devoción a cuestas, a rezar; otros, ligeros de equipaje, solo a ‘sentir’. Espero volver otros veranos cuando la brisa cálida de agosto, que mece las agujas de los pinos, expanda el embriagante perfume a resina que airea mi memoria.
 Que me oxigena el alma. Que me lleva lejos. Que me hace volver.